Entender, entiendo poco de
literatura. Si hago la cuenta, para la cual no tengo que ser un magnífico, de
cuántos libros hay editados y cuántos libros he leído y hasta me quedaran por
leer de aquí al final de mi existencia lectora, el resultado final sería de un
vergonzoso apalizamiento por parte de los libros editados contra mi
entendederas; sin embargo de lo poco que entiendo – y he escuchado – siempre se
ha dicho que el principio de un texto es una de las partes más importante de la
redacción, puesto que es el enganche primero hacia el lector. Lo que solidifica
esa amistad eterna hasta que se acaba el libro. Sólo está en manos de muy pocos
escritores tener esa facilidad de palabra en los principios de sus textos. Si
sumamos esto anteriormente escrito y mis pocas ganas de escribir, reconozco que
mi principio de texto es un verdadero asco. Le sumo todo esto a la sensación de
torpeza que me embarga cada vez que intento transmitir cualquier sensación y
tiento en darle forma escrita, el resultado es de un pazguato verdadero. Sobre
todo al principio del texto porque me agarroto de tal manera que parece que en
vez de teclear, aporreo con hastío las teclas y tengo la sensación que me
quemo. Parece que cuanto antes termine, mejor me voy a sentir; como si fuera un
trabajo forzado de impronta salida. Y más me cuesta. Tengo que mirar el teclado
para escribir y, a lo sumo, utilizo cuatro dedos cuando la combinación de
letras es lo bastante fácil para realizarla además de borrar la palabra entera
si me equivoco, que no son pocas.
Siempre la idea que tengo en
mente es doscientas tres mil veces mejor de lo que al final queda plasmado en
el papel y para muestra, ahí dejo los renglones anteriores. Admiro a las
personas que son capaces de crear lo que imaginan. Y, sobre todo, admiro a las
personas que escriben todavía en papel; que son capaces de dibujar con palabras
sus pensamientos en un bloc. Esas personas son admirables, tienen ese poder de plasmar
la inmediatez, de la imaginación espontánea. Soy incapaz ni de escribir correctamente
una lista de tareas en un folio. No es que me moleste el manido comentario de
la letra tan fea e ilegible que tengo, por eso siempre tengo la misma respuesta
automática de que no suelo escribir en folios. A veces pienso en los escritores
que usaban plumas y tintero. Eran capaces de retener una idea hasta que
pudieran llegar al sitio de su trabajo, a su lugar de sagrada escritura. No
tenían esta facilidad de poder anotar miles de líneas en cualquier sitio y
situación. Y, llegando a este punto, me pregunto cómo es posible que las
grandes obras de la literatura se gestaran en la época de pluma y tintero.
Esta sensación de inutilidad
crece cada día que pasa, cada página que leo. Pero, cuidado, no es ningún
trauma ni me siento un fracasado. De ningún modo. Jamás he tenido esa necesidad
de crear textos; jamás he intentado publicar algo; jamás he buscado un
reconocimiento público. Será por esto de mi libertad en escribir cada cosa que
se me pasa por la cabeza. Como casi siempre, estoy escribiendo sin un cuaderno
de bitácora. Esta es de la libertad de la que hablo, al no tener público, no
tengo líneas que seguir ni guión precocinado. Aunque reconozco que seguramente,
por no apuntar siquiera alguna idea en un mísero papel, se me habrán escapado
muchísimas oportunidades.
En el momento que pienso esto, yo
mismo me respondo con un, ¿y qué? Tanta es mi torpeza que soy capaz de escribir
de algo que no controlo para nada como es la literatura. Ya me gustaría
escribir con esa fluidez que detecto en muchos escritores y que admiro la forma
tan fácil de reproducir sus sentimientos e ideas. Me maravillan las novelas que
crean historias, sus estructuras y sus fundamentos. Yo me conformo con estas
líneas sin sentido y sin ninguna historia de trasfondo. Me conformo con hilar
unas cuantas letras para que el parecido a un texto coherente tenga un
fundamento. Me conformo con escribir sin personajes que guíen el relato. Yo me
conformo con intentar teclear alguna serie de ideas sin el ánimo de conquistar
una gran novela. Tanto es mi conformismo en estos casos que no me voy a
complicar para titular esta especie de texto y que casi es un compromiso
ponérselo, aunque es veraz a todas cuentas. El segmento de seguidores al que va
destinado mi texto es a mí mismo y poco más. Es más bien un “salga lo que
salga”. Aún así, publico en perfiles y blogs que nadie lee sin importarme lo
más mínimo. Lo publico porque en ese momento me siento con una subida de
insulina preciosa y darle al botón de publicar me recompensa con una cierta
felicidad que en todos los casos es efímera. Es un momento de un egoísmo de lo
más personal. Pero, después de todo, debo de habitar con mi torpeza galopante y
con mi desidia; tengo que escribir, aunque tenga presente que es una pérdida de
tiempo.
Me esfuerzo. Claro que me
esfuerzo, pero es más bien un pensamiento de obligación que debo conservar para
intentar conseguir seguir escribiendo y más después de haber releído – lo sabía
– lo que he escrito hasta ahora. No es que quiera parecer condescendiente
conmigo ni crear una especie de atmósfera victimista alrededor de todo lo que
me concierne pero, la verdad, es que lo he leído y me ha parecido de lo más
inconexo y con menos sintaxis que he leído y logro recordar.
Una cuestión que me ha
obsesionado desde siempre ha sido el paso del tiempo y el por qué no podemos
ralentizarlo, retenerlo o, incluso volver hacia atrás y poder disfrutarlo otra
vez, de la misma manera que lo disfrutamos en el momento de vivirlo. Cada vez
que me planteo esta situación como si pudiera ser real, me encuentro con
muchísimas paradojas como si en verdad esa situación podría disfrutarla igual
o, por el contrario, si fuera capaz de visitar ese momento anhelado, no
quisiera perfeccionarla un poco más. Si optara por la segunda opción, de la
cual estoy segurísimo que elegiría, al volver a recordarla, me encontraría,
otra vez, con la sensación que podría mejorarla y así sería mi forma de actuar
si pudiera realizarse esta opción temporal. Entonces, si la finalidad de
revivir este momento es de disfrutarlo, me crearía un sentimiento de ansiedad
querer perfeccionarlo que sería lo más lejano a disfrutarlo que me imaginara. Y
más aún si esta opción segunda estuviera acompañada de un aviso temporal; esto
es, que me avisaran días antes que tal recuerdo podría revivirlo en tal
momento. Ni que decir me tengo que la ansiedad y angustia que eso me
produciría, me volvería medio majara. Sobre esta problemática intenté escribir unos cuantos textos que trataba sobre
una persona que le conceden el deseo de poder revivir una época anterior de su
propia vida y de cómo actuaría según qué casos, todos habituales. Quise
enredarlo un poco y que entrara su propia mente como un personaje más que
luchaba por no duplicar esos recuerdos y destruir parte de los pensamientos.
Quería entablar relaciones personales con este personaje, decidí crear un mundo
semejante en su continente, pero no en su contenido, para el protagonista. O
sea, poco a poco se daría cuenta que los recuerdos están bien donde están
puesto que ni la edad ni la mentalidad de esa época eran iguales de la época
que procedía. Quería hacerme entender, sí, casi todos mis textos son para una
autocuración espiritual, que los recuerdos están bien donde están, en un
almacén del cerebro y que nosotros utilizamos a nuestra conveniencia. Esa lucha
de personajes la tenía en la cabeza como varias situaciones más, pero como
siempre, por una excusa o por otra – siempre son excusas – lo dejé y ahí está,
en la carpeta de proyectos.
Hace poco recordé con mi madre un
hecho anécdota que me ocurrió hace más de 30 años con mi íntimo amigo, en ese
momento, en el ya desaparecido Hipermercado Diplo, el cual a mí me parecía una
especie de Palacio de Fantasía con tantísimos productos y tantísima luz y tan
largísimo y tan enorme y tan… Hace poco he vuelto a esa zona por cuestiones
laborales y el chasco, como siempre pasa en estos casos, fue tremendo. Era
pequeño, estrecho y no tenía ni por asomo, pinta de Palacio. En fin, le comenté
a mi madre este hecho anécdota con este, en ese momento, íntimo amigo mío y que
era que sobre esa época se iban a celebrar los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1986 y los botes de Cola – Cao,
en su tapa, llevaban como regalo unos minis airganboys deportistas. Él me
convenció que no pasaba absolutamente nada que los cogiéramos y nos lo
lleváramos porque a la gente lo que le interesaba era el cola – cao, pero, por
si acaso, los esconderíamos debajo de la camiseta. Si sumo nuestra destreza
como ladrones de unos diez años, con la personalidad escandalosa que tenía mi
amigo íntimo, no es de extrañar que en menos de cuatro botes expropiados, nos
cogiera el encargado de ese departamento y nos llevara con nuestros padres.
Esta era otra de las cuestiones por la que me gustaba ir al Diplo porque muchas
de las ocasiones eran excursiones grupales. Mientras nos daban la charla yo
observaba a mi amigo íntimo y percibía en él una calma que yo no podía
comprender. Estaba en una posición personal como si no le importara lo más
mínimo lo que le estaban diciendo. Yo sí estaba muy preocupado porque mi forma
de ser era de natural asustadiza y siempre pensaba en las represalias que
cualquier acción podría acarrearme.
Aquí termina este recuerdo y mi
madre y yo nos reíamos con esa risa agradable y cálida que dan esos recuerdos
ahora llamados vintage. Claro, que si no llega a ser porque este amigo murió
hace unos nueve años de forma infundada, injusta y traicionera, el recuerdo a
lo mejor tendría otro sabor. Estuvimos hablando un rato de la personalidad de
mi amigo y de su forma de ser. Siempre en pasado. Lo que más me extrañó al
estar recordando con mi madre este momento es que ella no se acordaba. No era
capaz de situar ese recuerdo en su mente y me hizo recapacitar del momento tan
importante que viví yo en el Diplo y que para ella fue un momento más que pudo
ser triturado y reciclado en su memoria. No estoy molesto por esto, ni
muchísimo menos, los recuerdos son personales e intransferibles. Lo que sí me
hizo reflexionar es la forma de recordar cada momento porque lo amasamos y lo
maceramos también con experiencias y vivencias transcurridas desde el momento
recordado.
No sé si es sano el tiempo de
recolección de recuerdos en el que vivo. No hay momento, que no llegan a ser ni
especialillos, que no tenga una foto, un vídeo o un texto. Tengo una colección
espléndida de momentos con mi nene desde que nació, de mis viajes, de mis
asuntos privados, etc. Ahora sólo tenemos que darle a un clic para rememorar
algo con más detalle que antes. No hace tanto, la forma de recordar era con un
¿te acuerdas?, si hombre, joder, la que vivía al lado de tu tía. Coño, el día
de la comunión de tu prima. ¡Eso! Ahora caigo. Ahora queremos archivarlo todo y
mantener todos los recuerdos bien frescos, tanto que ya no da tiempo a casi
echar de menos una situación. Y yo, aunque me moleste del verbo joder echar de
menos, quiero tener la sensación que tuve con mi madre recordando el
“Colacaogate”. Seguro que ahora estaría algún padre grabando con el móvil la
charla del encargado y la colgaría en alguna red social con el título “no
robes, es malo” o “mira lo que ocurrió después”.
Algo bueno que saco de mis
escritos es eso, con solo ver los títulos me viene ese sentimiento de recuerdo
y de lo qué pensaba o sobre quién pensaba y siempre se me salta una sonrisa.
Aunque la situación en el momento de escribir fuera oscura. Me doy cuenta que
puedo seguir recordando como siempre se ha hecho. Y esto gana al rechazo que me
entra cuando releo alguno de mis textos; lo burdo y desestructurados que son. Y
me entran ganas de seguir recordando, pero para eso tengo que seguir
escribiendo.
Alguien me dijo que la
ficción había muerto.
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