miércoles, 17 de agosto de 2016

Yo. Dos.

Me imagino que juego a ser escritor. Y como soy capaz de controlar mi vida en este juego, tengo la oportunidad de crearme como buen juntador de palabras para que parezca que tengo alguna oportunidad de destacar y componer algún texto de una calidad notable. Sin embargo, mi imaginación me fuerza a ser honesto en el juego y no me permite siquiera tener una vida apacible y deseosa, por lo que el juego se convierte en una realidad y ya, por esta vez, desisto a imaginarme algo que no quiero ser.

Una de mis palabras preferidas es admiración, no ya por su sonoridad y musicalidad, porque en verdad que es un auténtico tormento fonético y una pesadilla visual por donde se mire, se lea o se piense. Empero sí es de una belleza sintagmática bestial y de una fuerza espiritual sin igual, puesto que la admiración es, sobre todo, un sentimiento de agradecimiento personal hacia, casi siempre, a personas que no llegarás a conocer jamás. Vivo en una casi sociedad que parece que la admiración no debe de ser bien considerada o que es un ejercicio espiritual que no tiene ningún provecho material. De eso se trata, la admiración no tiene por qué tener un aprovechamiento material ni ser un motivo de orgullo ni engrandecimiento hacia uno mismo. Yo me considero un admirador; una persona que tiene la capacidad de dejar los prejuicios  aparte y realizar un ejercicio de admiración hacia cualquier supuesto que yo crea a consideración. Muchísimas de las veces hago una simple distinción entre mis gustos. Lo admiro o no. Hace bastante poco me leí un libro sobre un personaje que se inventó David Bowie y, en uno de los pasajes, el escritor explicaba que este artista coqueteó con el nazismo en la década de los setenta. En este momento tuve que  realizar un gran ejercicio de separación. Soy capaz de admirar la obra de Bowie, sin embargo me asquea su coquetería temporal con el nazismo. Juzgué que me era más provechoso seguir admirando a la obra y no al artista.

La persona que no es capaz de admirar una obra por sí, tengo seguro que se pierde un gran momento de exaltación de los sentidos. Es la  antítesis al sentimiento de envidia. La envidia te oprime y no te hace ver con claridad lo que realmente debes de ver. Sólo eres capaz de pensar en los aspectos negativo y destructivos que conllevan, según tú, lo que estás sintiendo. Seguramente que si tuvieras ocasión, hasta demolerías y arruinarías el concepto o individuo en cuestión. Por esto, la admiración es más sana, puedes ver la claridad y la belleza de lo que estás observando o viviendo. Esa energía que  desprende lo conviertes en belleza y te lo quedas ya como algo propio. Lo que creo que me pasa es que me ocurre con cierta facilidad, puesto que admiro casi todo que yo no soy capaz de hacer. Casi cualquier labor, trabajo, ejercicio, deporte que yo no tengo la capacidad de realizar, lo admiro y más a la persona que lo hace; pero sólo, y esto es lo más extraño, en ese momento de concepción admirable. No me  interesa más allá de lo que ha sido capaz de captar mi admiración. En verdad es que no necesito saber más allá, porque, en realidad, lo único que me interesa es lo que ha podido llegar a producir y así no me siento infectado por valores que, en ese momento, no debo de tener en cuenta. Hace ya varios o muchos años que leí una novela con esa aprensión por conocer al personaje antes que a la obra. La novela se titula “Pabellón de Reposo” y el autor es Camilo José Cela. Pues bien, por cada párrafo que leía mi admiración crecía y mis perjuicios decrecían en orden exponencial y fue un punto de inflexión para saber apartar la obra del personaje que la  realiza. O bien, ¿quién no conoce a Picasso?, ¿quién no ha escuchado miles de historias sobre su modus vivendi? Hace poco estuve en Madrid y unas de las paradas obligadas debía de ser el Museo “Reina Sofía” para poder ver el “Guernica”. Cada vez que más me acercaba al momento, más nervioso estaba puesto que una de mis grandes ilusiones era poder admirar este cuadro en persona. Y, cuando ocurrió ese momento, el tiempo se paralizó durante cuestión de veinte minutos; creo que desarrollé un súperpoder y no respiré en ese tiempo, las personas que estaban a mi alrededor dejaron de existir, mi mente sólo focalizaba el cuadro y su expresión. Cuando, al fin, parpadeé, lo primero que  pensé es en el grandioso trabajo que hizo Picasso para que, noosécuántos años después, alguien como yo, tuviera ese sentimiento de admiración sobre ese cuadro y sobre Picasso sólo y exclusivamente en el momento de crear esa obra. Nada me importó de su vida exterior, sólo admiré al pintor cuando creaba este cuadro.

Por supuesto que no voy a admirar cada labor o valor que yo no sea capaz, hablo de hacer. Siempre ha estado en muy buena consideración admirar la fuerza o la violencia para sustituir otra vía de negociación. Cómo es  posible que se sienta admiración por gente que se gana un dinero por quitar  la vida a otras personas. Cómo es posible que, en vez de ver a esas personas como iguales, son capaces de verlos como simples instrumentos sustitutivos por otros en el caso que se tenga da a lugar. Hablo de las guerras o matanzas. No logro comprender como un coronel o un general es admirado por parte de la sociedad por colocar un escuadrón de equis personas a matarse con otro escuadrón de otras tantas personas. Es un acto tan simple poder defender una vida que me parece despreciable la exaltación del sentido del orgullo y virtuosismo sobre aquellos hombres que no tienen otro motivo de vivir que aniquilar a individuos de su misma especie. Parece que este concepto es tan claro que mi intelecto no llega a comprender esta devastación humana sin sentido. Por mucho que quieran darle un sentido atemporal; como puede ser la defensa del territorio o la construcción de un nuevo Estado o la reordenación del mismo. Como también es de lo más anacrónico una guerra con fines religiosos. La violencia de este tipo es lo más deplorable y mezquino que me puedo llegar a imaginar y por esto, no entiendo, no soporto la idea de admiración a estas castas de humanos.


Mi admiración tiene más sentido terrenal y provechoso. Puedo admirar a cualquier autor que haya confeccionado una historia y lo plasme en hojas para así formar un libro. Un pintor que crea visiones y colores y, aunque yo no sea capaz de ir más allá de un qué bonito o qué preciosidad, tenga mi admiración por su creación. Este es mi sentido de admiración. Por esto, siempre que me imagino que juego a ser escritor, prefiero dejar de jugar.

Alguien me dijo que la ficción había muerto.