jueves, 27 de diciembre de 2012

La Mirada.


Entonces, si pudiéramos concentrar el estado de un ser; el estado anímico de un alma. Si pudiéramos tener la certeza de encontrar un solo camino para conocer a la persona que tenemos que conocer; si tuviéramos que elegir una primera sustancia para saber el pensamiento o la imposición o el letargo de un encuentro. Si tuviéramos que intuir una situación con sólo un gesto corporal. La duda no tendría ninguna forma de ser, seguro que sería la mirada, una mirada. Es la mirada en sí lo que es verdaderamente importante, no es necesario intentar crear un ambiente propicio para conseguir una larga mirada; tampoco es necesario construir un escenario artificial. La mirada es eso, una mirada, que es espontánea, que es clara, verdadera. Tan solo es necesario ese instante que, aunque materialmente lo podemos considerar como un momento de una consistencia efímera en otro cualquier momento de nuestra vida, en este caso, la puedes eternizar el tiempo que necesites para entenderla. Puedes incorporar esa mirada a tu ser y tratar de digerirla tanto tiempo como lo veas necesario. Cada vez que recuerdes esa mirada, la renovarás, podrás sacarle ese jugo cada vez que la tengas en tu memoria y la saques para intentar poder experimentar la sensación que tuviste en el momento efímero. Por todos los medios alargarás esa sensación, intentarás saborearla cada vez más, intentarás sacarle cada vez más jugo, porque tienes miedo a poder perder la sensación inicial que tuviste.  El miedo te hará recordar esa mirada por todos los ángulos posibles, no quieres dejar ninguna grieta por donde se pueda escapar ni el más mínimo aliento de la energía que te produjo ese único contacto.

Esa mirada no tiene otro sentido que ser verdadera. Esa mirada no puede existir sin la certeza exacta que es verdadera. Tienes un solo instante para certificar su valor, para que la mirada te haga tener la sensación que sí, que es cierta, que es así. Si llegas a la conclusión que es verdadera, entonces existirá. Eres el único juez que debes de decidir en un instante, si esa mirada debe de ser guardada en tu memoria, y mantenerla en una posición siempre de recuerdo, siempre existente. El veredicto de ese juicio se mantendrá durante toda una vida, será eterna, puesto que existirá mientras existas. Esa es la eternidad de la mirada. Si eres capaz de mantener ese recuerdo, si eres capaz de sentir sensaciones nuevas o las mismas pero potenciadas, tendrás la sensación que ese recuerdo es eterno. Dejará de existir o, cuando lo decidas o cuando deje de existir tu mente. Por eso es tan importante la resolución que puedas adoptar en el momento del juicio.

Esa es la responsabilidad que tienes; mantener la mirada como recuerdo. Deberás esforzarte para tener conciencia que debes renovar esa mirada, debes tratarla y conseguir que sea un recuerdo renovado. Seguramente cada vez que debas empezar el proceso de convertirlo en un recuerdo renovado, siempre tendrás esa inquietud de no saber si podrás sacarle el máximo sentimiento a la mirada, nunca estarás satisfecho con esos resultados y, por tanto, tendrás que esperar a otra ocasión para dar siempre ese paso adelante, para que ese recuerdo no sea un lugar estanco dentro de tu memoria y siempre puedas mover esa ilusión de intentar recomponer esa mirada. Esa es la exigencia que sabes que vas a acarrear durante todo el tiempo que dure esa mirada en tu ser. Es tu responsabilidad y tienes que ser consecuente con la mirada; tienes que saber renovar esa mirada en tu alma y conocerla cada vez más y hacer que esa mirada siempre sea uno de los primeros recuerdos renovados que puedas utilizar en el momento que más lo necesites o quieras tener ese momento de una calma tranquila.

Lo más importante es saber reconocer esa mirada, tener en cuenta que esa es la mirada importante, que es La Mirada. Esa mirada seguramente pueda venir de una persona que conoces y has tenido la oportunidad de conseguir cientos de miradas. Todas las habrás desechado. De ahí la importancia de saber elegir cuál es la mirada a exprimir. No debes equivocarte y tienes que elegir entre todas las miradas que esa persona te va a ofrecer. Debes de conseguir que cada vez que veas a la persona, te recuerde a la mirada. Te convertirás en el cazador de esa mirada y la convertirás en tu rehén hasta tu eternidad. Será para siempre esa mirada, será recordada como La Mirada.

jueves, 20 de diciembre de 2012

El Recuerdo Obligado.


El recuerdo es el reflejo de una vivencia que puedes amoldarla como más te convenga. Necesitas hacerlo tuyo y con el tiempo sabes que al ser recordado esa vivencia, llegará a ser casi una mentira o, en el mejor de los casos, un pequeño olvido. Sin embargo, no desaparecerá del todo. Ese recuerdo no llega a ser físico, pero sí que puede tener sus consecuencias. El recuerdo puede incrustarse en una parte de tu cuerpo y hacerlo suyo, puede arañarte, presionarte. El daño que te inflinge sí es físico, llega a aprisionarte el pecho y te hace respirar con una dificultad que llega a normalizarse, será tu próxima forma de respirar, no sabrás hacerlo de otra manera. Esta forma de respirar siempre te recordará esa vivencia. Siempre tendrás ese contrapeso que hace que tus pensamientos y acciones venideras puedan pasar por el filtro de ese recuerdo obligado.

Ese recuerdo obligado lo es porque no tienes esa escapatoria ni ese acceso a poder permitirte salir de su control. Quieres e intentas olvidarte de ese recuerdo, mas es imposible desatarte. Es una jaula que cada vez te deja moverte en mayor libertad, pero que nunca te dejará tener una cobertura de movimiento para que puedas escapar de estos barrotes. Así que lo que ocurre es que, el recuerdo obligado, al final, por acorralamiento, te muerde. Inyecta todo su veneno en tu pecho, sus mandíbulas y sus dientes  se recrean en tu carne, no te suelta hasta un buen rato mientras te sigue aprisionando el pecho. Ese veneno fluye muy rápidamente por todo tu cuerpo y los síntomas son precoces. Ese veneno te hace tener un mareo anormal, te hace entrecerrar los ojos, no ya para hacer desaparecer el mareo, que es imposible, sino para paliarlo, hacerlo llevadero. Pensar que en pocos segundos podrá desaparecer. Y, por supuesto, no es así. El veneno del recuerdo obligado incrementa los síntomas, pero no los separa. Se une ese temblor que presiente que ese recuerdo, será sólo eso, un recuerdo. El temblor te inflinge ese castigo corporal que ansías en realidad. Este temblor hasta te hace abrir la boca para intentar expulsar a base de gritos y lamentos ese dolor inmaterial. Así quieres centrarte en corregir ese dolor, pero el veneno no te deja. Es una niebla virulenta que no quiere dejar escapar ningún poro de tu cuerpo. No te hace, ni tan siquiera, poder tener dos respiraciones de alivio. Es más, la angustia que profesa te hace casi asfixiarte, te hace erguir el pescuezo lo máximo posible para intentar escapar de ese aprisionamiento y conseguir un aire puro. Esa niebla se convierte en humo pesado, avanza en espiral, desde la mordedura hasta el último punto nervioso de tu cuerpo. Te hace ser más lento, reaccionas con una discapacidad enorme, sientes el peso del humo que te hace bajar la cabeza y no poder conseguir ese ansiado aire nuevo. Confías que se convierta en vapor y sea fulminado. Mas no es así. Se alicata en tu cuerpo. Es tuyo. Nunca saldrá.

El recuerdo obligado siempre deja una herida sangrante, abierta. Imposible de ser cerrada, jamás podrás curarte, así pasen cien mil años. Todos los síntomas se mezclan poco a poco. Esos temblores se van espaciando más en el tiempo. Lo único que está haciendo el recuerdo es acomodarse en tu alma, te está haciendo ver que se quedará para siempre. Y llega un momento que cambia de estado y se vuelve sólido, cemento puro y sin grietas. Ese cemento no es otra cosa que tristeza. Tristeza en su grado máximo. La tristeza que debes de saber hacerla lo más llevadera posible. Es una carga que es inseparable de ti; que te hará no recordar exactamente cómo eras antes de la incrustación de ese recuerdo obligado. La tristeza es tuya, sin embargo debes de caminar y debes avanzar con esa nueva respiración, con esos nuevos movimientos, con esa nueva carga. Con tu Recuerdo Obligado.

domingo, 9 de diciembre de 2012

De Vidas Ajenas. Emmanuel Carrère.




















Una, dos tres, cuatro… Iban transcurriendo las primeras páginas y noté al momento que nada era igual que siempre. Sentía cómo la rutina que me acompañaba por las últimas lecturas no ya que no estuviera, si no que podía experimentar un cambio que, si saber por qué, no cambiaba nada. Yo estoy donde siempre me coloco para leer, el libro sujetado de la misma forma, la luz es la de siempre, la hora es la habitual. Entonces, ¿qué es lo que podía pasar?, ¿por qué esta sensación de incomodidad? Es una pequeña molestia que hasta me hace ser cansino y pesado a la hora de escribir este artículo. Noto cómo me pesan los dedos. Bueno, es más la certeza que alguien me agarra cada uno de los dedos un momento antes de golpearlo con alguna tecla. Lo mismo me ocurría cuando quería pasar una página, era todo un reto y una superación ver la diferencia de numeración en cada una de ellas. Pues sí, es exactamente igual que el sueño recurrente de no poder gritar en un caso de extrema necesidad o no poder correr o avanzar todo lo que necesitas o quieres por cualquier motivo que el sueño tiene bien en entender.

Paso otra y otra página… y esa sensación se incrementa de una forma que puede llegar a ser insoportable si no consigo un remedio de última hora. La energía que tengo que derrochar para leer una página multiplica, con creces, la que pudiera podido necesitar para cualquier otro libro. Sin embargo, recapacitando libros inmediatamente anteriores, noto que ha sido un sentimiento gradual y que el detonante de esta situación ha sido precisamente este. Sí, ya tenía este sentimiento extraño libros antes y, seguramente que si hubiera leído otro libro y no éste, dicha sensación se alargaría más pero no habría llegado a detonar. Este libro es el causante de la inmediata detonación.

Al llegar a esta certera conclusión, no sabía cuál podía ser la solución y esto no ayudaba para arreglarlo. Cada vez notaba como la impresión que me embargaba de la pesadez no estaba presente en cada página. Ojalá, pensé en ese momento, porque era ya cuestión de párrafos. Hasta un pequeño mareo parecía que se acercaba y lo podía presentir. La concentración sólo se basaba ya en querer controlar la situación o retenerla. Miré al ángulo derecho inferior para saber por dónde iba mi viaje en este libro y ya fue casi incontrolado ese sentimiento de pesadez. Sólo llevaba veinte páginas. Ayuda, ya tenía que conseguir ayuda como fuera y de donde viniera. Este incendio me estaba tocando y la pesadez, junto a los calores, hacía que ya no sabía ni lo que leía y tenía la necesidad de solucionar esto. Pero mi bloqueo era casi total y lo único que acerté a hacer fue a levantar el brazo como para que alguien me rescatara de las llamas. Pero el libro hacía las veces de contrapeso y me era imposible salir de este corral infernal. Creía que la solución era cerrar el libro, mas no fue así. No ocurrió ningún cambio. Así que decidí que pasara lo que tuviera que pasar y que fuera pronto. No tenía miedo al final, no. Tenía miedo en el trayecto hasta llegar al final. Apreté los dientes, entrecerré los ojos, abrí el libro y fui a por él. Termino la primera parte del capítulo y todo vuelve a una calma chicha. De repente la calma está ahí, pero la sensación hormiguea todavía por mí. Y sabía que podía volver a pasar. Ya desconocía si en este libro o en alguno siguiente.

Me siguen pesado las páginas, siguen tirándome de los dedos. O sea, que volverá a ocurrir y no sé lo que es, se me apelotonan las ideas intentando, no ya conseguir una solución, si no encontrar una explicación. Aburrimiento, dice Mis Lectamientos. Es aburrimiento. Estaba sentado semi tumbado mirando hacia arriba. Hasta con esa pose no perdía ni un ápice de dignidad. Lo que te pasa es que estás aburrido de la literatura. El mareo me volvió, casi cierro los ojos por no poder dejarlos abiertos; no podía ser, yo aburrido de la Literatura. Pero es que le encontré el sentido y recapacité otra vez. Y, como no, tenía razón. Por desgracia, tenía razón. Estaba aburrido de leer. Después de centenas de libros estaba aburrido. Es como llegar al final de un inmenso camino y encontrarte con un muro invisible y golpearte una y otra vez; una y otra vez; una y otra vez. Eso me pasaba, todo lo que últimamente leía no me aportaba nada distinto. Sólo podía pensar que era bueno, entretenido, malo… pero poco más. Sólo es una mala racha, me dijo. Ya has pasado otras. Sí, es verdad que he pasado otras, pero no por aburrimiento. El aburrimiento es destructor, es una causa mayor para romper con cualquier etapa de tu vida. Ahora sí que podía estar totalmente perdido y tenía la imperiosa necesidad de dejar de leer, pero dejarlo, no apartarlo. Sigue leyendo este libro, me dijo, por favor. ¿Por favor? Me lo ha pedido por favor, algo debe de pasar. Entendí que si dejaba de leer, él dejaba de existir. Dejaría de acompañarme. ¿Esta es la solución?, le pregunté. Vamos a probar, no sé qué más se puede perder. Miré  lentamente a mi pequeña biblioteca, resoplé y me puse manos a la obra.

La rotunda sinceridad con la que escribe el autor es atronadora. Jamás había leído unos textos tan tremendamente sinceros y bien cuidados. Seguramente pensó que era el momento oportuno para hacer este libro. Aunque la historia transcurre sobre personas que está a su alrededor, sólo habla de él. Quiere ser sincero y es capaz de abrir su alma sin llegar al empalago. No se trata de una sinceridad amorosa, no. Es más bien una sinceridad vital, profunda, verdadera. Y el título del libro no me va a engañar. Este libro es sólo suyo. Es verdad que transmite perfectamente las vidas de los protagonistas del libro; pero sigo pensando que el libro es suyo. Tiene el poder de escribir y representar la historia como una tercera persona alejada, sin embargo no me engaña. Este libro es su sinceridad absoluta. Tiene una forma perfecta de recrear las situaciones más dolorosas que ninguna persona quiere pasar. Son situaciones que ni siquiera, la mayoría de nosotros, las podemos imaginar. Pero leyendo este libro y tratar de lo que trata, no lo cerré con desazón o desesperanza. Todo lo contrario, lo cerré con bastante positivismo, aunque controlado, puesto que el libro no es un canto a la esperanza. Lo cerré sabiendo más sobre la sinceridad y también lo cerré creyendo que todavía hay cosas por creer y conocer. Me dí cuenta que el autor también podría pasar por un hastío y que este libro le solucionó el problema. A mí casi también. Bien hecho.

Al terminarlo miré a Mis Lectamientos y, aunque no lo reconociera, respiró con esa respiración que demuestra que ha pasado un mal trago y llega el momento del alivio. Recordaré este libro como “el libro que casi mata a Mis Lectamientos”.

martes, 13 de noviembre de 2012

La Mentira.


Me imagino a un casi difunto, en sus últimos momentos de respiración escuchando una verdad escondida que le confiesa un delator queriendo, seguramente, no querer hacerle pasar a su otro mundo con una mentira que, a lo mejor, hace bastante tiempo que habita en su vida. Me imagino que esa verdad puede hacerle sentir verdadero pánico en sus últimos momentos, puesto que nunca hubiera imaginado tal traición, tanto por contarlo ahora, como por ser víctima del engaño. Éste ya puede ser una fidelidad, un robo… seguramente el delator intenta tener las mejores intenciones con el medio fallecido. Sin embargo me imagino que ese traspaso de mentira a verdad, además de tener una carga casi mortal de cobardía, es la respuesta más humana dentro de sus emociones, que no es otra que el egoísmo personal, que seguro que en estos casos se ve reforzado por un sentimiento de culpabilidad que cada vez agrieta más el alma del confesionado hasta casi romperla; dándole a su confesión un manto de arrepentimiento que pueda envolver toda una vida de traición y mentira.

Pero, ¿esa certeza es buena para el moribundo? ¿Necesita esa confesión? En el momento de ir soltando las palabras, en realidad para el medio muerto son losas de piedra que cada vez que llegan a su oído se van incrustando por todo su cuerpo y le hacen sangrar pena por todos sus ya disminuidos y casi cerrados poros; estas palabras consigue abrirlos, pero no para respirar, si no para que salga el sufrimiento reprimido y desconocido que ese secreto, sin querer, guardó durante toda la estancia que sobrevivió en las personas implicadas. Abrirá un poco los ojos y lo único que puede expresar con ellos es La Lágrima. La confesión muere en el momento de ser recibida, sin embargo, el efecto explosión que ocasiona durante los segundos o minutos u horas o días que cohabita en ese, ya casi demacrado, cuerpo. Seguro que esos segundos o minutos u horas o días tendrán la misma intensidad de tensión y angustia. Seguro que no por ser unos segundos, le parecerá breve la sensación de sufrimiento extremo. Seguro que piensa que por qué ahora, por qué no lo han dejado morir sin tener en mente esa apreciación borrosa de toda su existencia, por qué tiene que dejar la vida sabiendo que ha sido engañado durante un periodo de su vida. No comprenderá el motivo de tal apuñalamiento y creerá que si no saben que ya sufre lo suficiente con su letargo para también lastrar esas palabras. Morirá con una tristeza y sufrimiento añadido, que ya de por sí debe de ser angustioso por saber que tiene que dejar una vida. Aunque pueda sentir en esos segundos o minutos u horas o días, que todo lo vivido ha sido un engaño y que lo han utilizado sin poder poner él remedio. Y murió.

¿Por qué cree el confesado que hace lo mejor para el casi muerto? No creo que pueda hacerse la idea de lo que hace. El casi vivo sólo se va en paz cuando recibe una noticia así en las películas. El confesante sólo actúa por un máximo grado de egoísmo y lo que no quiere es arrepentirse de la oportunidad perdida que tuvo en el lecho del moribundo. No quiere ni imaginarse lo que puede ser acordarse cada día de cómo sería su propia vida si le hubiera confesado ese secreto que tenía guardado. Así que, en un acto de total cobardía, le suelta esas palapiedras  lo más ásperamente posible,  con el convencimiento que es lo mejor para el que oye. La crueldad en su confesión es un acto más de egoísmo, puesto que cree que la realidad debe de ser servida con frialdad y  brutalidad, y terminar su exposición con un debía decírtelo así, sin paños calientes. El agobio que le causaba este peso lo multiplica por diez mil al muerto casi. Pero él pensará que ha hecho lo mejor para todos.

¿Por qué creemos que una confesión de ese tipo es buena? Pienso que no deberíamos decirlo, que se muriera con el convencimiento que su vida ha sido un éxito y que no pasará a la muerte con un sobrecargo que ha pedido. Ese sería el verdadero acto de generosidad, cargar con el arrepentimiento y el sufrimiento todo lo que le queda de vida. La generosidad de pensar que podía deshacerse de esa confesión y que no lo ha hecho para que el muerto se haya ido en paz y sin un sentimiento de angustia y desesperanza. Esa es la generosidad. Guárdate tu confesión y convive con ella. Si lo has ocultado por miedo, guárdatela por generosidad.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La Lágrima.


Al parecer me pasé los primeros años de mi infancia llorando por cualquier nimiedad, tanto es así que ví un televisor en color en Félix Sáenz y estuve dos días con sus noches llorando por no tenerlo en la casa donde habitaba en ese momento. Contaba con dos años y medio. Así transcurrió mi infancia, haciendo que mis padres soportaran, por cualquiera de los motivos que se puede imaginar, mis lloros y rabietas. No lloraba por lástima ni pena, más era por incomprensión y cabezonería. Era mi forma de exponer mi punto de vista a la disconformidad que me mostraban. Cada vez tenía menos motivos por los que llorar o intentaba retraerme en esa forma de expresión incontrolada y, la mayoría de las veces inútil. Llegó el momento de la primera pérdida de un familiar que pude tratarla como preadolescente y podía tener consciencia de lo que significaba la ausencia total y eterna de la compañía de esa persona. Vacié todas mis lágrimas ese día; todos los llantos que me controlé años atrás, los pude expulsar con total impunidad y sin que pareciera algo molesto. Me estuvo permitido llorar todo lo que necesité. Desde ese momento me prometí llorar sólo por las cosas verdaderamente importantes.

Odio al tiempo. El tiempo es un rodillo que no te deja disfrutar el momento. Sólo crees que lo disfrutas y, cuando ya te has dado cuenta que ha pasado, te queda el recuerdo. El recuerdo inútil que me hace tener una angustia bestial porque sé que cada vez que lo recuerde, sabré que ya ha pasado. El tiempo lo ha guardado, lo ha almacenado. Se lo ha quedado para él. El tiempo es odioso y egoísta en grado sumo. No puedo decir que conozca ningún aspecto de mi vida más egoísta que el tiempo. Me ha hecho saltar una sola lágrima, porque es durísimo saber que una etapa y los momentos que conlleva, los ha secuestrado. Esa lágrima sale de mi ojo rompiendo, doliendo, de color rojo furia. Ha caído por mi mejilla sin velocidad, frenada por la angustia y el recuerdo. El peso de esa lágrima me ha hecho un surco doliente que jamás podré curar, desgarra mi piel y la abrasa. Y, como quería que el tiempo me viera sufrir, la he dejado que me llegara al pescuezo. Allí se ha hecho fuerte y ha llamado a la bola con espinas que se me hace en la garganta y que me sea de un dolor insoportable tragar mi propia saliva o, en algún momento, respirar. La lágrima aprieta rodeando el cuello y me quiere ahogar. Esto me hace tener una angustia porque no puedo tocar ni oler ni revivir los momentos que el tiempo hace suyos, sin contrato ni aviso. Es así y punto. La añoranza me hace que salgan otras lágrimas ardientes y quiera borrar de mi memoria estos recuerdos y vivencias que he disfrutado. Me hace pensar que el tiempo es un maldito y que debería de amordazarlo y obligarlo a  que me dejara sentirme bien. Me gustaría saber el sufrimiento que causa y que no existe reparación alguna para su destrozo. Que cada vez que quiera recordar algo, me dejara disfrutarlo y sentirlo, sin saber que no volvería a vivirlo. Quisiera ser un ignorante y caer en su trampa sin más. No quisiera pensar gritando cada vez que recuerde alguna vivencia que me ha hecho feliz. No quisiera que la bola con espinas me desgarrara la garganta hasta que pudiera deshacerme de ella con la lucha de otros pensamientos. Le preguntaría al tiempo, por qué tengo que pensar en otras cuestiones y no quedarme con los recuerdos que quiero. Por qué tengo que tener mi mente aletargada para no caer en la trampa de la angustia. Ese es el juego de este, mí tiempo. Me retiene todos mis recuerdos y añoranzas y las convierte en energía angustiosa. Y sabe que siempre gana, que no hay manera de solucionar esto. Puesto que no es ningún problema. Es así. Así es. La única forma de reconfortarme cada vez que tengo estos trances es odiar a “El Tiempo” con toda la negatividad y pasión que puedo tener. Sé que le da igual, ya que no es capaz de sentir ni de padecer; sólo quiere recolectar mis recuerdos y utilizarlos para que consiga estar en un estado de ansiedad y angustia. De eso se alimenta y lo que hago es reconocer su fuerza. Me hace creer que me deja los apéndices de los recuerdos como cosa viva y lo único que me hace, es intentar desollar esos recuerdos y marcarlos lo más asépticamente posible con el cartel de “vivido”. Esa es mi vida y quisiera recordarla como más me plazca. Quisiera revivirla como la viví. Es mi material y no tuyo. Odio a “El Tiempo” por hacer que salga la lágrima. Si pudiera cogerte, te haría sufrir lo mismo que tú a mí. No tendría contemplaciones ni descanso, sólo quisiera poder hacerte sentir la venganza que me haces atesorar. Y la guardaré, para el momento que tenga ocasión. Guarda tú mis recuerdos que yo guardo mi venganza. Estoy seguro que mis padres también lo odian por no poder revivir los tiempos de mis lloros.

martes, 3 de julio de 2012

La Apnea del Hipopótamo. Pablo Bujalance.




















Cuatro días. Fueron cuatro días. Sólo cuatro días.
Tanto he tardado en escribir este texto, porque la angustia que envolvió esos cuatro días me dejaron exhausto, sin aliento. Mi cansancio y amargura no era por la lectura del libro; no lo leí. Sino por sentir a Mis Lectamientos sufrir. Fue quien lo leyó. Yo no me atreví, siempre he sido un cobarde en estos casos; y le dejé el trabajo a Mis Lectamientos. Ya fue un impacto traumático su primera novela y no necesitaba pasar un camino igual. Bueno, más que no necesitarlo, no quería, me negaba a que floreciera  ese odio puro, marchito, venenoso y dañino hacia Bujalance. Así que cuando se lo hice saber a Mis Lectamientos, fijó su vista en mis ojos y pude notar la incomprensión de dejar pasar esta oportunidad primero y después esa furia que te hace levantar medio labio superior hacia la nariz. Soltó su brazo y agarró el libro que yo sostenía. Sólo le faltó gritar, trae para acá, maricón. Sin un ápice de arrepentimiento, dejé que casi destrozara mis manos por el latigazo que propinó hacia el libro, si esto significaba librarme de la lectura del mismo. Todavía las tenía latiéndome de dolor, las manos, cuando nos acercamos a la puerta que iba a suponer la frontera entre Mis Lectamientos y yo. El pomo frío  casi helado, además de hacer las veces de analgésico a mis palpitantes manos -  que por el alivio causante decidí alargar la apertura, así que creíase Mis Lectamientos que en último instante sería yo el entrante - también lo consideré como arma contra él, puesto que al abrirla, le estaba augurando una penalidad.

La habitación fue imaginariamente construida por nosotros momentos antes de coger el libro para iniciar su lectura. Ya sabíamos que necesitábamos una habitación del pánico para poder soportar la angustia lectoril que nos esperaba. Entró si tan siquiera rozarme y con el libro atrapado en una de sus manos de tal manera que pareciera que quería estrangularlo antes de su comienzo, como si así pudiera ser más dócil a la hora de comprenderlo. No quise observar dónde se acomodó por el miedo a que se diera repentinamente la vuelta y me atornillara mi cabeza con una mirada odiosa. Y tan sólo la puerta hizo el chasquido que se interpreta como que se ha cerrado y le di tres vueltas a la llave, Mis Lectamientos profirió un grandioso y tremendo grito.

Durante los cuatro días que duró la lectura, cada vez que le hacía una visita, lo único que me atrevía a hacer es sentarme de cuclillas por fuera de la habitación sobre la puerta, con la barbilla apoyada en mis rodillas y mis ojos intentando mirar cualquier cosa que pudiera abstraer a mis pensamientos y no centrarse en la agonía que recorría la habitación y golpeaba a Mis Lectamientos cada vez que era capaz de leer un párrafo. Mas no me sentía culpable por dejarle este trabajo. Sabía que yo no era capaz de hacerlo y para eso estaba Mis Lectamientos. Al cuarto día, después de otro grandioso chillido y unos cuantos golpes terroríficos, la habitación se quedó totalmente en silencio. Esta era la señal. Se acabó. Había terminado su trabajo. Me levanté con la rapidez con que se mueve un cobarde, o sea, muy despacio. Sin intentar hacer un minúsculo ruido por lo que pueda pasar. No sabía qué cosa podía enfadar a Mis Lectamientos después de estos agónicos y agotadores cuatro días. En ningún momento me imaginé que pudiera escapar, puesto que la puerta sólo tenía un pomo y se encontraba por la parte de fuera; además de no tener ventanas, sólo existían algunas rejillas de ventilación, y unas luces tipo led para que no cansara la vista. Así que mi intencionada mimetización era más por el miedo a una reacción negativa sobre mi presencia, que por el miedo a una escapada salvaje de Mis Lectamientos.

Al abrir completamente la puerta, me lo encontré sentado en la silla, con los codos sobre la mesa y mirando el libro cerrado. Sin pestañear. Lo llamé un par de veces y no reaccionó de ninguna manera. Ya sabía yo que el barranquismo literario de Bujalance podía acarrear estas consecuencias. No es un libro que lo cierras y si te he visto no me acuerdo. Para nada, sabía que esa literatura extenuante, ansiosa y angustiosa podía hacer esto. Todas las paredes tenían nudillos como moldes. Sabía que podía enfurecer a su lector y hacer que apretara los dientes por la indefensión que produce su lectura. Conozco a Mis Lectamientos y no era de extrañar que empezara a golpear paredes. Rodeando los moldes de nudillos se podía observar un áurea roja: la sangre. Imposible adivinar cuántos golpes recibieron las paredes, pero conociendo el texto, no los suficientes para descargar el odio que perpetra el autor. Vuelvo a mirar a Mis Lectamientos y sigue perdido. Bajo la vista hacia la mesa y la noto mojada, mojadísima. Lágrimas. Son lágrimas. No nos importa tanto lo que dice el autor, sino cómo lo dice. Las lágrimas intuyo que no son por el qué dice. Puesto que sus ideas son tan próximas a las nuestras, que no necesito que me las reafirmen. Esas lágrimas son por el cómo. Cómo monta un escenario gris y blanco absoluto. Cómo hace de la desesperanza un arte literario. Esa son las lágrimas. Las manos de Mis Lectamientos están hinchadas y sangrantes. Seguro que la insoportabilidad de la respiración entrecortada con la que ha leído la novela, le hacía golpear a las paredes. Cada página se retuerce más y más contra la anterior, estrangula su misma prosa y convierte al escenario de la historia y sus personajes en angustia pura. Nada de esto pudo domar a la novela. Ésta es espectacularmente fuerte y te hace sentir que eres un buen lector, notas cómo las imágenes que el autor desea plasmar, las visualizas sin ningún tipo de problemas. Sabes que este ofrecimiento que hace Bujalance al lector es de una gran consideración y pleitesía; el autor no es conformista en este aspecto y quiere ser lo más generoso posible con el lector. Al querer domarla, sientes esa fuerza y te hace demostrar que, aunque no puedas domarla, con comprenderla tienes bastante.

Miro hacia el libro y está totalmente destrozado por los golpes que le ha proferido ¿Qué hubiera hecho si hubiera tenido al autor enfrente?, ¿hubiera sido capaz de tirárselo contra su cabeza? Lo más seguro es que sí. El libro destrozado demuestra que no ha conocido la indiferencia del lector. En ese momento Mis Lectamientos se levanta raudo, coge la silla y la destroza contra el suelo. Me mira y yo me asusto terriblemente. Se acerca y creo que me va a estrangular por la posición con la que se acerca. Entrecierro los ojos y espero lo peor. Me da un gran abrazo y me dice al oído, gracias.

sábado, 5 de mayo de 2012

La Piel Fría. Albert Sánchez Piñol.


















Ojos de plato. Esa es la mejor caracterización que consigo encontrar para intentar hacerme una pequeña idea de cómo podía imaginar mi cara la dependienta de la librería (que no librera) cuando me posó en mis finas manos el diminuto libro que inquirí que me mostrara. Sin que ella apartara la vista de mis platos, sacudí la cabeza para reactivar mis neuronas, poner en marcha mi motor sensitivo y con un pequeño tartamudeo,  - engrandecido cada vez que me encontraba con una “s” -  en cada segmento de la interrogación que quería que sonara firme, conseguí soltar la pregunta. Señorita, perdone, este es el libro. Así es. Pues gracias. Poco más podría haber alargado la conversación con esta autómata que su único cometido útil para el cliente es saber dónde están colocados los libros; mejor sería un cajero como los que existen en los videoclubes. Esto último lo pensé, primero, como defensa para no escuchar las carcajadas sonorísimas de Mis Lectamientos al ver el librito que parecía más un catecismo de primera comunión y que, entre carcajada y carcajada rechinaba que eso me pasaba por no pedir su opinión. Y segundo, para desembarazarme de ese incómodo sentimiento de estupidez que recordaba cuando tartamudeé  y, por consiguiente, hacer que la dependienta se hiciera fuerte y me exhortara ese “así es” con un triunfalismo que, la verdad, me molestó bastante, ya que parecía que yo iba con los ojos vendados y no sabía  qué quería adquirir. Aunque así fuera, me molestó.

Mis inmensas manos casi abrazan, sin querer, a ese pequeño catecismo al abrirlo por primera vez. Mis Lectamientos todavía carcajea, pero ya de forma cansina y casi apenas voz, espaciando en modo de burlas sus jajás. De repente, nos entra un escalofrío… aunque estamos en pleno verano, nuestra sensación térmica baja velozmente hasta que aparece otro escalofrío. Paro de leer y observo que el libro se ha hecho un poco más grande. Miro al frente como pequeña pausa, todavía con el libro abierto, para asentarme otra vez en la lectura. Al concentrarme de nuevo en la novela, noto que se ha hecho un poco más grande. Ya casi supera el tamaño medio de cualquier libro.

Necesito mirar otra vez al frente y no veo nada. Todo vacío. Estoy solo. Todo blanco. Sin ruido. Sin olores. El libro y yo. Nada. Nadie. No me sorprende, me mimetizo con la historia si es de merecer. Ya me ha ocurrido en otras ocasiones, por otros motivos. Bajo la vista al libro y me sumerjo.

La escritura en sí no es muy buena, pero hace el trabajo que le es encomendada: trasladar la historia lo mejor posible al lector. Y lo consigue. Hace de herramienta perfecta entre novela y observador. Me imagino que si ya la historia de por sí es sucia, borrosa y farragosa, no quería, el autor, hacer de estas características una elevación exponencial para que esa suciedad no dejara observar lo verdaderamente importante en el libro.

Sánchez Piñol crea un protagonista, desde el primer momento, angustiado: donde todas las fases de su vida contienen o divergen en dicotomías cuyas soluciones no son una respuesta firme y una salida a esa situación. Aparece otra dicotomía. No son problemas claros – esto es o negro o blanco – puesto que el autor, al ser antropólogo, necesita crear ambientes donde los personajes existan en escenarios verdaderamente extremos y con pocas salidas. Éstos se encuentran en espacios irreales, sin embargo, le da ese punto que te hace pensar que aunque sean mentira, los personajes sí son muy humanos y tienen reacciones muy humanas y ellos mismos llegan muchas veces a la misma conclusión: esto es irreal, pero yo soy real. Siempre están en máximas revoluciones sus sentidos y sus acciones. El autor hace un juego antropológico haciendo que sus personajes intenten buscar soluciones  prácticas y reales a unos problemas imposibles e inimaginables. ¿Qué solución se le puede dar a un problema que tu mente entiende o sabe que ha existido por alguna referencia exterior? Pues seguro que buscas caminos para poder crear una salida. Pero, ¿y si el problema es exclusivo y totalmente nuevo y no existen referencias ni conocimientos de que tal situación existiera y fueras el primero en encontrarte con ese problema? Ahí está la cuestión. Ese es el juego del autor.

Me recuerda el desarrollo de esta novela a un terceto de arte mayor. O sea ABA. Quiero decir que es una historia que, desde el principio, sabes que va a ser cerrada y que tiene todas las posibilidades de que termine como empezó. Lo importante es la B. Cómo es posible que desde la primera A, llegue otra vez a la segunda A. Los pasos que hay en la B, eso es lo interesante y lo importante. Que, aunque hay pequeñas acciones  que te pueden parecer imposible que el personaje llegue a realizar, debes de pensar que son problemas y situaciones que jamás podrás conocer, esperemos. 

sábado, 24 de marzo de 2012

La Hora.


Temido día en el que estoy. Ya me arrancan otra vez una partícula de mi tiempo. Ni me hieren, ni me sangran. Sin embargo daño hace que me arrebaten esa particularidad propia. Con nocturnidad y pensado mucho tiempo atrás, puesto que todos los artilugios de medidas temporales modernos, son capaces de recrear esta situación años antes de su acontecimiento. La hora, me arrebatan la hora. A mí y a millones de personas. ¿Por qué? ¿Qué hacen con esa hora? ¿Para qué quieren esos millones de horas desgarradas de sus dueños, ya sea ancianos, niños, mujeres, hombres de cualquier condición social, raza o credo? ¿Donde está el almacén de esas horas? ¿Quiénes son los encargados de darles un registro, clasificarlos y darles una utilidad, según la opinión de un empleado? Me opongo totalmente a este expolio concertado y aprobado por quien quiera que lo apruebe. No es que necesite vitalmente esa hora, pero es mi hora. La hora de mi familia. Esa hora es nuestra. Me niego a creer que esa hora cae en una incineradora del olvido y que es una energía inútil; quiero creer que esa energía es utilizada para un bien común. Me desespera pensar que destripan mi hora, le sacan las túrdigas y examinan mi comportamiento con el sólo conocimiento de mi hora. Me exaspera intentar imaginar que científicos tienen como único propósito y trabajo el estudio maximizado del comportamiento social con la única prueba de unos cuantos minutos de esa hora yaciente muerta en la camilla de al lado. Destripada y sangrada por manos  carniceras. Habrá gritado esa hora. Seguro. Ese grito de aviso de que lo peor ha llegado. La inexistencia. Esa hora escogida por el azar, o por un azar estudiado, que no ha podido crecer, que no ha podido exponer su experiencia. Existen momentos vitales que una hora es demasiado tiempo. Esa hora tiene que ser empleada para sentar cátedra a las siguientes. Debe de ser un punto de inflexión en una larga vida; ¿esa es la hora que nos arrebatan? Después de descuartizarla, ¿cuántos minutos siguen vivos? ¿Y segundos? Ansiedad es lo que siento cuando pienso en los gritos de mis partículas. Ese escenario aséptico donde el único color son los gritos quebrados y desencajados de mi hora instantes antes de morir. Debéis morir malditos. Sois los culpables de que millones de personas no tengan esa hora en su vida. Horas imperceptibles en un conjunto global, pero en una situación individual puede ser el pequeño peso que en una balanza romana haga derramar una vida entera del otro platillo.

Ahora. ¿Y si esa hora es un apéndice inerte y lo que hacen es repararla para que, meses después, devolvérnosla en un estado operativo y funcional aceptable? Puede ser. Debería ser. Me gustaría que fuera así. Nos toman prestado una hora enferma y disociada para su estudio y reparación. Nos la devuelven en una forma óptima, dispuesta a ser útil para nuestras vidas. Y las que no se puedan reparar, nos la devuelve igual. Así ocurren las cosas que ocurren. Esas son las horas malditas. Se reinventan y son capaces de fragmentarse hasta ser agujeros negros que se esparcen a través de una vida, que la destrozan y son tan malignos que enferman a vidas contiguas. Queda la esperanza de esas horas reparadas. Esas horas que deben de tener la oportunidad de intentar esforzarse para que la vida sea mejor. Sólo hace falta una hora, con sus ganas, para intentar reparar algún desperfecto. Y seguro que sobra tiempo.

También sería posible que fuera una hora ilustrada. Podría ser una hora de intercambio, la cual sería ilustradora de otras vidas. Vidas que no comprendemos o desconocemos en su totalidad. La comprensión es una virtud que falta. Que está en desuso. Quizá esta hora ilustrada fuera una solución para comprender el comportamiento de muchos de nuestros seres contemporáneos. Quizá esta hora fuera la hora de la esperanza y la oportunidad cada año de poder intercambiar pensamientos y comportamientos fuera la solución más factible para utilizar la hora.

miércoles, 18 de enero de 2012

La mano invisible. Isaac Rosa.




















Pedantería y orgullo. Estas son las virtudes que tiene Mis Lectamientos, según él mismo. Así que no quiero ni pensar cuáles pueden ser sus defectos. Tampoco los quiero conocer. Con sus virtudes estoy seguro que no necesito saber más de él. Lo que peor llevo es que tiene razón cuando empieza con su eterno monólogo de su pertinaz sexto sentido cada vez que nos acercamos a una librería. Lo llevo mal, puesto que si tuviera, aunque fuera lo que es un detalle de humildad, debería de ser un buen ganador; dar la mano al contrincante y punto. No, le gusta regodearse, como los gorrinos en la porqueriza, en su victoria cada vez – que es siempre – que acierta eligiendo un título. Tuve que bajar los brazos y reconocerle que volvió a acertar. Acertó en que adquiriera este título muchas veces observado antes en distintas estanterías de diferentes librerías, hasta que lo enganché y lo compré.

Al leer varias páginas, no más de cuatro, me di cuenta que tenía que trazar un plan. Dejo el libro en la mesa y me detengo a pensar cómo realizar esta lectura; cómo me macero con la historia. Debo de hacerlo, puesto que la escritura es aburrida, plana, sin altibajos. Pero todo esto es a conciencia, me digo. Esto es el recurso del autor para trazar la novela. Debe de ser así porque le da mayor empuje a su historia. Hace que ésta y la escritura sea una sola. No es fácil hacer que tanto la novela como su literatura se fundan en un mismo cuerpo y no puedas imaginar una cosa sin la otra. La historia avanza según la escritura, más rápido o más lento; con energía o desgana. Los personajes son unos trabajadores, que sólo saben hacer eso: trabajar. Pues así lo demuestra el escritor, con su literatura seca, pero impactante, y monocorde. Si leyera la novela sin más, sería otra cualquiera. Esta quiero que sea un poco más especial. Quiero acordarme de ella. Podría ser uno de ellos. O lo soy. Quiero que seamos tres, la historia, la escritura y yo.

Empiezo queriendo tener un horario fijo y limitado. Será una hora y quince minutos por día; cinco minutos de descanso, a los cuarenta minutos de lectura. Debo de marcarme una producción diaria mínima. Veinte páginas. Pero, ¿Quién será mi jefe o supervisor? Debo tener uno, si quiero entender mejor y que me resulte más verídico toda este teatrillo que estoy montando. Pienso a mi alrededor y sólo conozco a Mis Lectamientos. Ni hablar, ni de coña, ni en mil años. O sea, que tengo la oportunidad de elegir a mi jefe y, por el mero hecho de que participe, voy a tener que aguantar su arrogancia, prepotencia y orgullo. No. Un no sin sentirlo, sin lástima. Ya me siento molesto cada vez que me recuerda lo valiosísimo que es para mis libros. Sigo pensando y sólo encuentro una solución. Mi supremo será el escritor. Perfecto. No sé quién es; no conozco su cara. No sé nada de sus aptitudes ni su actitud. Ni idea de cómo puede reaccionar ante una controversia. En fin, el jefe que la mayoría suele tener. Ese día lo termino sin empezar el trabajo. Nos sentamos el libro y yo frente a frente y firmamos el contrato hasta finalización de obra. Me siento ilusionado por mi nueva labor.

Palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación… este es mi trabajo diario, estoy inmerso en una labor mecanizada, sin embargo me siento a gusto porque, aunque no puedo perder el hilo de la historia, tengo un poco de tiempo para pensar que me encantaría vivir de la lectura. Sería un buen oficio.  Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra signo de puntuación… llega mis cinco minutos de descanso y sólo tengo tiempo de ir al servicio y poco más. Al llegar a las veinte páginas me doy cuenta que me sobra tiempo, así que en vez de avanzar, repaso el texto y, pienso que la lectura va a ser fácil y entretenida. Me gusta esta situación, aunque siempre me he sentido fuera de lugar el primer día de cualquier trabajo y con la sensación de estar haciendo las cosas mal u observado o sintiendo que el trabajo es un absurdo.

Mi adaptación al trabajo, pasado un par de días, fue perfecta, ni siquiera tuve noticias de mi jefe. Todos los días eran iguales. Me sentaba, leía y me levantaba. Tenía hasta tiempo de recapacitar en otras cuestiones que no eran el libro. Ya es raro, puesto que en un trabajo mecanizado, uno de los grandes problemas es ese: la mecanización. La insoportable sensación de no poder aprovechar ese tiempo en pensar en otra cosa que no sea la mecanización, además de saber que de ahí puede que no salgas nunca. Aunque haya posibilidades, me aterra pensar en un trabajo mecanizado de por vida. Agota tu mente en el trabajo y seguro que debes esforzarte mucho fuera de tu tiempo laboral para no caer en la misma mecanización (sé que repito mucho esta palabra. Es importante para mí) y si caes… ¿qué eres? No es que no se pueda pensar en otras cosas, pero puede que tu trabajo no sea tan efectivo. Sin embargo, aunque mi trabajo es mecánico, está dentro del panorama de las ideas, debes pensar en otras cosas. Por eso lamento la situación de los protagonistas. La comprendo y por eso lo lamento.

De repente mi jefe me hace llegar el aviso de que debo de subir la producción. Cinco páginas más diarias.  Mi primera reacción es la de no comprender esta situación. Quiero comunicarme con él, pero es imposible. Los canales de comunicación son imaginarios. Aunque es una carga que puedo asimilar y poco me estorba para mis pensamientos paralelos, me molesta esta nueva orden sin saber el por qué. Bastante problema tengo con la mecanización, para que también me solapen más carga de trabajo sin tan siquiera conocer una razón que me haga comprender el por qué. Por qué mi jefe me ha dado más trabajo. ¿Lo estoy haciendo mal? ¿Verdaderamente hace falta esta subida de producción? Como no conozco la respuesta, sólo tengo dos soluciones: o sigo mi trabajo con las nuevas condiciones o dimito. Sigo. Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra…

Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra… Otro nuevo aviso, veinte páginas más diarias. De veinticinco a cuarenta y cinco páginas. Sin ningún motivo aparente, mi jefe me aumenta cuantitativamente la producción. Llego, sin quererlo, sin creer que tengo parte de culpa, a un grado de indignación temerario. Me planto y no quiero nada más que hablar con el escritor. Sin enlaces, sin intermediarios. Éstos pueden desdibujar la fotografía real del problema y no acertar en la diana que representa lo realmente importante: el por qué.  En este caso, nadie mejor que yo, que soy el productor, puede hablar de esta barbaridad. Con esta subida, lo único que puedo pensar mientras trabajo es en trabajar. Más mal que bien, puesto que mi trabajo no será de calidad, sino de cantidad. No podré analizar algunos párrafos que me puedan parecer interesantes. Si me despisto y sigo leyendo, tampoco podré dar marcha atrás y volver a leerlo. Lectura de mala calidad. No llego a entender esta situación. Yo quiero disfrutar de la novela y estoy seguro que el escritor quiere que se comprenda su historia. Increíble. Ese día, además de pensarlo en el trabajo,  lo pienso fuera de él: ¿por qué? Seguro que debe de haber una respuesta, sin embargo no la conozco. Esto es lo que peor llevo. Tener que pensar en el trabajo fuera de él, además de la total ignorancia de los motivos que han llevado estar en esta situación.

Plbr, plbr, plbr, plbr, plb, plb, puntuación, plb, pl, palabra, plbr, ppllbbrr, pbrl, blr., puntuación… sabía que iba a llegar a esto. Estoy leyendo por leer y no puedo entender ni profundizar en el texto. Cada vez estoy más indignado. Seguimos sin tener una vía de comunicación verdadera. Cada párrafo que leo me indigno más y peor hago mi trabajo. Pero, al parecer, al escritor no le importa esta situación. Lo único que quiere es tener una gran producción y por mi parte, parece que no desea nada más que tener un trabajador mecanizado, sin identidad ni predisposición: un robot. Paro la producción y lo único que pienso es que si el escritor pudiese transformarme en un robot, lo haría sin miramientos. Todo esto que pienso es el resultante de una mala o nula comunicación. Indignación total. Al faltar página y media para terminar, tiro el libro con odio y rabia al suelo. No puedo más, lo consiguió. He dimitido. O me ha despedido…

¿Y Mis Lectamientos? Muerto de risa…