Da igual el recipiente donde
escondamos ese recuerdo. No importa en absoluto la forma que le queramos dar
para encerrar ese recuerdo. Tenemos la sensación que la prisión que le demos a
ese recuerdo, la jaula que inventemos, las paredes gruesas y los techos
inmensos que seamos capaces de proyectar en nuestra mente, harán que el
recuerdo escondido muera por inanición nerviosa. Simplemente, con estas
construcciones mentales, hacemos que ese recuerdo sea fuerte, que sea vivo.
Conseguimos el comportamiento contrario al que deseamos alcanzar. Intentamos
crear unos muros robustos, fuertes, totalmente opacos para encerrar ese
recuerdo. Los decoramos con un agrio sabor, nos esmeramos en mostrarlos como
trampas prohibitivas para avisarnos que el recuerdo se encuentra ahí por un
motivo muy meditado. No se encuentra en esta situación por una cuestión de azar
o porque queremos atesorar un recuerdo. En esta ocasión no lo estamos
intentando guardar; lo que consideramos oportuno es encerrarlo, esconderlo. El
recuerdo atesorado es otro. Este es un recuerdo escondido, que intentamos
enmurarlo, cohibirlo; queremos que pierda la fuerza que tenía en el momento de
ser creado. Ese recuerdo viene dado por alguna vivencia que nuestra mente ha
querido anquilosarnos de una manera perenne en nuestra alma, ha querido que
tengamos ese recuerdo pesado en nuestra memoria. Y no tenemos más defensa que
construir una fortificación a base de muros y paredes para languidecer poco a
poco esa fuerza y esa negatividad que consigue que caigamos en la desesperanza
cada vez que recordemos ese momento. Proyectamos una inmensa cantidad de
energía para salvaguardarnos de una posible explosión dentro de ese recipiente
que hemos creado en forma de prisión para que, en el momento que lo intente,
desista de esa intención. Sin embargo, el recuerdo escondido, necesita vivir;
necesita esa libertad abrasiva y corrosiva, como si de un virus se tratara que
destruye lo que pueda estar a su alrededor y lo único que pretende es absorber o,
como muy poco, difuminar todo el material de recuerdos que tenga alrededor,
haciendo así que el escondido, sea el detonante para que tu alma cada vez que
se tropiece con este recuerdo, se convierta en un recuerdo obligado. Por eso creamos
una caja estanca por cada recuerdo escondido, deseamos, porque ya conocemos lo
que puede llegar a doler, que no intente llegar a ser un recuerdo obligado.
Podemos tener la capacidad de
construir un receptáculo para cada recuerdo escondido que nosotros tengamos a
bien hacer. Es necesario que cada caja hormigonada esté separada de la más
cercana a una distancia propicia para que sus energías no tengan el propósito
de comunicarse y poder realizar una concentración de ondas que vayan devastando
el raciocinio normal y habitual con el que estás acostumbrado a convivir. Es
una forma muy arriesgada de almacenar recuerdos y vivencias, puesto que sabes
que en las cajas sin cerraduras algo existe y siempre tendrás la curiosidad de
querer romperlas para comprobar que ya son inocuas hacia ti. Tanto es así, que
por otra parte, todos estos recuerdos saben de la importancia que conllevan su
encierro, puesto que, de otra manera, serían libres y deberían existir y ser
recordados en el momento que el dueño pudiera. Esa es la profesión de los
recuerdos, ser revividos dentro de tu mente lo más próximo a la realidad que
fueron creados. Así pues, los escondidos son recolectores de energía de cada
muro que le aplicas a las pantallas blindadas que realizas para su
mantenimiento. Cada vez se creen más poderosos porque lo son; cada vez tienen
esa capacidad que los hace ser potencialmente destructivos y, aunque nos demos
cuenta de esta situación, lo único que nuestros reflejos tienden a responder es
a construir otro muro, que sólo sirve como alimento a ese recuerdo que, al
igual que la carcoma con la madera, va corroyendo y nutriéndose de la energía
que nosotros depositamos en encerrarlos. En este momento, el recuerdo es
doblemente fuerte, por la energía engullida y por la falta de la nuestra,
puesto que la hemos aplicado en una prisión incoherente y disfuncional.
Esa es la trampa que nosotros
mismo hemos creado, con el convencimiento que podemos hacer que un recuerdo se
esconda, que, aunque exista, hagamos lo posible para que sea un recuerdo
desechado. Puede que este no sea el camino que debamos escoger, puede que
tengamos que acostumbrarnos a domar estos recuerdos y dejar que el veneno que
nos inyecta sea en proporciones que seamos capaces de soportar, para así, poco
a poco, poder convivir con estos recuerdos, que aún siendo dañinos, estén
domesticados. Puede que este sea el camino que debamos escoger. Puede que la
libertad de estos recuerdos sean lo menos perjudiciales para nuestra alma. Puede
que tengamos que inventarnos unas riendas para poder hacer que estos recuerdos
escondidos se alimenten de la energía que nosotros seamos conscientes de
ofrecerles y que ellos puedan subsistir con esas ganas de cada vez más. Puede
que lo que tenemos que conseguir es convivir en una misma alma y en libertad. O
no.