sábado, 24 de marzo de 2012

La Hora.


Temido día en el que estoy. Ya me arrancan otra vez una partícula de mi tiempo. Ni me hieren, ni me sangran. Sin embargo daño hace que me arrebaten esa particularidad propia. Con nocturnidad y pensado mucho tiempo atrás, puesto que todos los artilugios de medidas temporales modernos, son capaces de recrear esta situación años antes de su acontecimiento. La hora, me arrebatan la hora. A mí y a millones de personas. ¿Por qué? ¿Qué hacen con esa hora? ¿Para qué quieren esos millones de horas desgarradas de sus dueños, ya sea ancianos, niños, mujeres, hombres de cualquier condición social, raza o credo? ¿Donde está el almacén de esas horas? ¿Quiénes son los encargados de darles un registro, clasificarlos y darles una utilidad, según la opinión de un empleado? Me opongo totalmente a este expolio concertado y aprobado por quien quiera que lo apruebe. No es que necesite vitalmente esa hora, pero es mi hora. La hora de mi familia. Esa hora es nuestra. Me niego a creer que esa hora cae en una incineradora del olvido y que es una energía inútil; quiero creer que esa energía es utilizada para un bien común. Me desespera pensar que destripan mi hora, le sacan las túrdigas y examinan mi comportamiento con el sólo conocimiento de mi hora. Me exaspera intentar imaginar que científicos tienen como único propósito y trabajo el estudio maximizado del comportamiento social con la única prueba de unos cuantos minutos de esa hora yaciente muerta en la camilla de al lado. Destripada y sangrada por manos  carniceras. Habrá gritado esa hora. Seguro. Ese grito de aviso de que lo peor ha llegado. La inexistencia. Esa hora escogida por el azar, o por un azar estudiado, que no ha podido crecer, que no ha podido exponer su experiencia. Existen momentos vitales que una hora es demasiado tiempo. Esa hora tiene que ser empleada para sentar cátedra a las siguientes. Debe de ser un punto de inflexión en una larga vida; ¿esa es la hora que nos arrebatan? Después de descuartizarla, ¿cuántos minutos siguen vivos? ¿Y segundos? Ansiedad es lo que siento cuando pienso en los gritos de mis partículas. Ese escenario aséptico donde el único color son los gritos quebrados y desencajados de mi hora instantes antes de morir. Debéis morir malditos. Sois los culpables de que millones de personas no tengan esa hora en su vida. Horas imperceptibles en un conjunto global, pero en una situación individual puede ser el pequeño peso que en una balanza romana haga derramar una vida entera del otro platillo.

Ahora. ¿Y si esa hora es un apéndice inerte y lo que hacen es repararla para que, meses después, devolvérnosla en un estado operativo y funcional aceptable? Puede ser. Debería ser. Me gustaría que fuera así. Nos toman prestado una hora enferma y disociada para su estudio y reparación. Nos la devuelven en una forma óptima, dispuesta a ser útil para nuestras vidas. Y las que no se puedan reparar, nos la devuelve igual. Así ocurren las cosas que ocurren. Esas son las horas malditas. Se reinventan y son capaces de fragmentarse hasta ser agujeros negros que se esparcen a través de una vida, que la destrozan y son tan malignos que enferman a vidas contiguas. Queda la esperanza de esas horas reparadas. Esas horas que deben de tener la oportunidad de intentar esforzarse para que la vida sea mejor. Sólo hace falta una hora, con sus ganas, para intentar reparar algún desperfecto. Y seguro que sobra tiempo.

También sería posible que fuera una hora ilustrada. Podría ser una hora de intercambio, la cual sería ilustradora de otras vidas. Vidas que no comprendemos o desconocemos en su totalidad. La comprensión es una virtud que falta. Que está en desuso. Quizá esta hora ilustrada fuera una solución para comprender el comportamiento de muchos de nuestros seres contemporáneos. Quizá esta hora fuera la hora de la esperanza y la oportunidad cada año de poder intercambiar pensamientos y comportamientos fuera la solución más factible para utilizar la hora.