martes, 10 de mayo de 2016

Yo.

Entender, entiendo poco de literatura. Si hago la cuenta, para la cual no tengo que ser un magnífico, de cuántos libros hay editados y cuántos libros he leído y hasta me quedaran por leer de aquí al final de mi existencia lectora, el resultado final sería de un vergonzoso apalizamiento por parte de los libros editados contra mi entendederas; sin embargo de lo poco que entiendo – y he escuchado – siempre se ha dicho que el principio de un texto es una de las partes más importante de la redacción, puesto que es el enganche primero hacia el lector. Lo que solidifica esa amistad eterna hasta que se acaba el libro. Sólo está en manos de muy pocos escritores tener esa facilidad de palabra en los principios de sus textos. Si sumamos esto anteriormente escrito y mis pocas ganas de escribir, reconozco que mi principio de texto es un verdadero asco. Le sumo todo esto a la sensación de torpeza que me embarga cada vez que intento transmitir cualquier sensación y tiento en darle forma escrita, el resultado es de un pazguato verdadero. Sobre todo al principio del texto porque me agarroto de tal manera que parece que en vez de teclear, aporreo con hastío las teclas y tengo la sensación que me quemo. Parece que cuanto antes termine, mejor me voy a sentir; como si fuera un trabajo forzado de impronta salida. Y más me cuesta. Tengo que mirar el teclado para escribir y, a lo sumo, utilizo cuatro dedos cuando la combinación de letras es lo bastante fácil para realizarla además de borrar la palabra entera si me equivoco, que no son pocas.

Siempre la idea que tengo en mente es doscientas tres mil veces mejor de lo que al final queda plasmado en el papel y para muestra, ahí dejo los renglones anteriores. Admiro a las personas que son capaces de crear lo que imaginan. Y, sobre todo, admiro a las personas que escriben todavía en papel; que son capaces de dibujar con palabras sus pensamientos en un bloc. Esas personas son admirables, tienen ese poder de plasmar la inmediatez, de la imaginación espontánea. Soy incapaz ni de escribir correctamente una lista de tareas en un folio. No es que me moleste el manido comentario de la letra tan fea e ilegible que tengo, por eso siempre tengo la misma respuesta automática de que no suelo escribir en folios. A veces pienso en los escritores que usaban plumas y tintero. Eran capaces de retener una idea hasta que pudieran llegar al sitio de su trabajo, a su lugar de sagrada escritura. No tenían esta facilidad de poder anotar miles de líneas en cualquier sitio y situación. Y, llegando a este punto, me pregunto cómo es posible que las grandes obras de la literatura se gestaran en la época de pluma y tintero.

Esta sensación de inutilidad crece cada día que pasa, cada página que leo. Pero, cuidado, no es ningún trauma ni me siento un fracasado. De ningún modo. Jamás he tenido esa necesidad de crear textos; jamás he intentado publicar algo; jamás he buscado un reconocimiento público. Será por esto de mi libertad en escribir cada cosa que se me pasa por la cabeza. Como casi siempre, estoy escribiendo sin un cuaderno de bitácora. Esta es de la libertad de la que hablo, al no tener público, no tengo líneas que seguir ni guión precocinado. Aunque reconozco que seguramente, por no apuntar siquiera alguna idea en un mísero papel, se me habrán escapado muchísimas oportunidades.


En el momento que pienso esto, yo mismo me respondo con un, ¿y qué? Tanta es mi torpeza que soy capaz de escribir de algo que no controlo para nada como es la literatura. Ya me gustaría escribir con esa fluidez que detecto en muchos escritores y que admiro la forma tan fácil de reproducir sus sentimientos e ideas. Me maravillan las novelas que crean historias, sus estructuras y sus fundamentos. Yo me conformo con estas líneas sin sentido y sin ninguna historia de trasfondo. Me conformo con hilar unas cuantas letras para que el parecido a un texto coherente tenga un fundamento. Me conformo con escribir sin personajes que guíen el relato. Yo me conformo con intentar teclear alguna serie de ideas sin el ánimo de conquistar una gran novela. Tanto es mi conformismo en estos casos que no me voy a complicar para titular esta especie de texto y que casi es un compromiso ponérselo, aunque es veraz a todas cuentas. El segmento de seguidores al que va destinado mi texto es a mí mismo y poco más. Es más bien un “salga lo que salga”. No releo mis textos casi nunca y por eso puede que tenga unos grandes fallos de sintaxis que no tengo la menor intención de corregirlos. Pero no los releo por vergüenza. Mi primera impresión las pocas veces que he releído algo mío es la de por qué he escrito esa bazofia y a cuento de qué he tenido que escribir esas majaderías. Sé cuáles son mis límites y lo mal que puedo llegar a escribir y yo sigo, sin pudor alguno, escribiendo. Aún así, publico en perfiles y blogs que nadie lee sin importarme lo más mínimo. Lo publico porque en ese momento me siento con una subida de insulina preciosa y darle al botón de publicar me recompensa con una cierta felicidad que en todos los casos es efímera. Es un momento de un egoísmo de lo más personal. Pero, después de todo, debo de habitar con mi torpeza galopante y con mi desidia; tengo que escribir, aunque tenga presente que es una pérdida de tiempo.

Alguien me dijo que la ficción había muerto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario