lunes, 29 de julio de 2013

De Cuspidianos y Baseleños.

Comprendo que este texto es totalmente básico, sin ninguna amalgama de detalles, improvistos o diferentes cauces.

La consideración esquemática que tenemos de esta sociedad siempre ha sido como un dibujo piramidal, donde el poder siempre lo hemos colocado en la cúspide, que, aunque suele ser estrecha, convierten o construyen balcones o habitaciones anexas para, según sus necesidades, hacer subir a unos cuantos individuos de los estratos inferiores y poder utilizarlos como una herramienta más. Estos son los peligrosos. Los Cuspidianos viven y se encuentran a gusto ahí, pero los invitados quieren, por cualquier medio, obtener esa ciudadanía Cuspidal y no le importa lo más mínimo ser o convertirse en herramientas del sistema social de la Cúspide. Esos balcones están atestados de marionetas inmersas en una atmósfera de envidia, odio, mezquindad, ignorancia e hipocresía. Sin embargo están bien domados y todas estas virtudes las deslizan por las paredes de la pirámide para que resbale e impregne toda la superficie. Cada cierto tiempo los Cuspidianos hacen una criba y arrojan a unos cuantos invitados y a otros tantos le conceden la ciudadanía. Este es el ciclo sistemático de la Cúspide. Su subsistencia depende de cuánta mediocridad, poder, competición, popularidad, envidia, son capaces de fabricar para la Base. Esa es la fábrica, esa es su industria. Y los Baseleños atrapan estos productos como alimento diario. La Base acata todas las premisas dictadas por la Cúspide y así poder entrar en un estado de semi letargo apacible, donde queden cubiertas las necesidades más que básicas. Todo esto propicia que la zona de confort quede blindada; ni se puede, ni se quiere escapar. Los Cuspidianos ni se plantean la posibilidad de intentar comprender que puede haber otra forma de vivir o pensar que la de la Cúspide. Además, tienen tan incrustado esta forma de existir, están tan acostumbrados a hacerles creer a los Baseleños que viven en una democracia, tienen tan en mente que no hay otra forma de biensubsistir, que lo trasladan como despotismo a la Base. Los Baseleños toman como bueno este modus vivendi puesto que no conocen otro y, a base de propaganda continua, les hacen creer que son los amos de sus propias vidas. Sin embargo, desde la educación, hasta la sanidad, pasando por la seguridad y el trabajo, están controlados estrechamente por la Cúspide. Hacen que la marea de la sociedad y la economía vayan danzando según sus necesidades. Siempre queriendo hacerles entender que la Base es la controladora y lo único que necesitan de ellos es la mano es la mano de obra y poder adquisitivo suficiente para que el comercio no se pare en seco.

En ocasiones la Cúspide decide congestionar el mercado y la sociedad. Más que congestionar, lo contaminan, lo apabullan, lo aplastan. Tienen el poder suficiente para hacer creer a los Baseleños que, antes de las Grandes Congestiones, eran personas totalmente felices, con alto grado de poder adquisitivo y que eran los verdaderos poderosos haciendo que tuvieran la oportunidad de poder permitirse plantearse cuestiones económicas, como segunda vivienda, gran coche… Los Baseleños se sienten importantes, apreciados, son grandes consumidores. Pero llega el momento de resetear la Pirámide. En este momento el total del ejército mediático y económico de la Cúspide avanza por las caras de la Pirámide y van arañando y engullendo víctimas; parece que tienen una alfombra que la cogen por una parte y la sacuden haciendo aparecer una onda que hace que salte todo lo que se encuentre en ella y desestabilice al aterrizar. Esto hacen, cuando la onda va avanzando, desestabiliza a todo Baseleño que alcanza a aterrizar. En el momento que se dan cuenta de lo ocurrido, miran a todos lados con cara de sorpresa y preguntándose qué ha pasado. Los Cuspidianos miran hacia abajo y mandan órdenes a su ejército que le hagan ver a los Baseleños que no había más remedio que descongestionar la sociedad. Le ordenan que propaguen que antes eran unos privilegiados y que irremediablemente debe de cambiar este rumbo para poder subsistir.

Muchos invitados de la Cúspide son expulsados por su incapacidad de saber gestionar la Gran Congestión o porque ya no son necesarios. Los que se quedan en la Cúspide son convertidos en Cuspidianos de pleno derecho y su primer cometido es captar a los nuevos invitados. Gente nueva que puedan ser marionetizados. Gente con unos escrúpulos controlables por los más antiguos y poderosos. Mientras, en la Base, una parte de los habitantes empiezan a mirar hacia arriba de reojo y empiezan a comprender que lo de antes no era tan bueno y que lo de ahora no es irremediable. Estos Baseleños son tratados como habitantes utópicos, habitantes que no están inmersos en la problemática actual y que no pueden tener una solución factible. La Cúspide se encarga de machacarlos moralmente; hará que los demás habitantes de la Base los vean como personas sin sentido de la realidad. Pero ellos seguirán luchando contra la Cúspide con los precarios medios que obtienen. Los demás habitantes también entrarán en un trance de indignación, sin embargo será más desorganizada y personal. Cada uno querrá luchar por su individualidad y no querrán comprometerse con ningún grupo de presión. Esto es lo que ha conseguido la Cúspide, la total división de fuerzas dentro de la Base. Estos Baseleños estarán más interesados en el vecino y en su superación antes que en ver cómo la Cúspide sigue enriqueciéndose y viviendo a costa de la Base. No suelen mirar más allá de seis o siete calles y propinan cualquier acto de indignación a otro habitante de la Base que pueda subsistir medianamente holgado. Lo ven como a un enemigo y no intentan comprender que los Baseleños que subsisten medianamente bien, requieran unas mejoras. La Cúspide atusa a los individualmente indignados a que luchen contra ellos y les hacen ver que el enemigo está dentro de la misma Base. La envidia, la hipocresía, el egoísmo, la incomprensión son las armas de la Cúspide. Pero sin la mayoría de la Base peleándose entre ellos, no podrían hacer nada. Todas las armas de la Cúspide son ofrecidas gratuitamente a quien quiera recogerlas. Muchos son.

La Cúspide siempre gana.

martes, 14 de mayo de 2013

El Sueño Real.


A la edad de tres años, estando tumbado en la cama, vi cómo por la ventana abierta, porque era verano, entró un trueno que no llegó a alcanzarme. En ese momento no sentí miedo porque no tenía conciencia del peligro que podía acarrear. Inmediatamente después de la salida del trueno entraron por la misma ventana, y como escalando por el patio interior que existe entre bloques, un par de enanos con sombreros de copa, un gigante con una amplia sonrisa y pantalones cortos y algunos personajes más que los reconozco ahora como elfos o duendes. Todos ellos estuvieron como cuestión de tres o cuatro minutos hablando conmigo en la habitación; no sentía ni pánico ni miedo, solo una sensación de sorpresa que no pudo quitárseme hasta que, con un repentino adiós, se marcharon por donde vinieron. Estuve un gran rato en posición semitumbada y mirando a la ventana, que en ese momento hacía las veces de una nueva puerta recién descubierta. No esperaba en ese momento que entraran otra vez, si no que pensaba quién entraría por esa ventana otro día o que si siempre lo habían hecho y que era la primera vez que yo me di cuenta. Pensé que tendría que tener mucho cuidado con lo que hacía en esa habitación, puesto que me podían estar observando y decírselo a mi madre. Sin embargo, mi intención no era de dejarla de lado en esta experiencia, así que la busqué y le conté todo lo que había pasado en esa habitación instantes antes. Mi madre me dejó que terminara de contar mi historia y cuando finalicé, me dijo con rotundidad y como sabiendo sin lugar a dudas de lo que hablaba, lo que has tenido es un sueño.

Me quedé mirando a mi madre con los ojos llenos de sorpresa y de incomprensión. En verdad no entendía lo que me quiso decir. Qué era un qué. Y me lo volvió a repetir, has tenido un sueño. No es real. Pero eso qué es, si estaban allí y he hablado con ellos. Al fin mi madre se percató que no entendía el concepto de “sueño” porque nunca tuvo la necesidad de explicármelo. Pues llegó el momento. Tuvo la suficiente paciencia para revelarle a un crío hipersensible el secreto de lo que significaba soñar. Me imagino mi cara de sorpresa, incomprensión y rabia que debía de proyectar; esa casi lágrima saltada de un ojo, porque mi madre cada vez quería suavizar y ablandar su exposición. Del todo una aventura fracasada. No pudo hacerme comprender que el sueño siempre será un sueño y que jamás será una realidad. Lo acepté, pero no comprendía esa gran injusticia que era haber vivido algo y no poder decir que lo has vivido, si no que lo has soñado. Así que, como siempre que no comprendía algo, lloré. Pero lloré. No un poco, no.


¿Quién te dice que los sueños no pueden ser reales? ¿Por qué los sueños no pueden tener la categoría de realidad mental? Puedo asegurar que ese sueño lo sentí como una verdadera realidad, no era consciente que mi mente movía los hilos de los demás personajes de ese teatrillo que mi alma proyectó. En el momento que mi madre me dijo que lo vivido por mí no podía ser creíble, tuve la sensación de haber perdido un gran trozo de una realidad que me debería de ser devuelta en algún momento. La injusticia vital que es no poder recolectar los sueños para hacerlos reales; para almacenarlos en la memoria como sinceramente tuyos. El sueño debería tener un aposento en nuestra alma, deberíamos tenerlos como verdadero, como cierto. Pero claro, nuestra mente es sabia y la gran mayoría de los sueños son desechados y triturados. Tengo la buena sensación que me acuerdo de ese sueño tan bien porque sentía que era una realidad. Pude engañar, sin la más mínima proposición de hacerlo, a mi mente y convencerla que era mi realidad. ¿Por qué no aceptamos los sueños como reales? Tenemos esa manida frase de “un sueño hecho realidad”; y tenemos a mano descatalogarla como tal y convencernos que los sueños pueden ser parte de nuestra realidad, recordarlos como vivencias. ¿Quién lo puede impedir? Los sueños son siempre unas vivencias agradables, son situaciones que te gustaría que hubieran sido realidad. Y no lo son porque alguien en un momento dado, te explicó que era un pensamiento imaginario de tu mente. El sueño debe de ser real. El sueño debe de ser tuyo, pero egoístamente tuyo. Ese es el motivo por el que encontramos una alegría sobre excitada cuando encontramos una situación que, por excelente, estamos seguros que puede ser un sueño. Esas buenas situaciones debemos atesorarlas, guardarlas. El sueño debe de ser real. Todavía tengo en mi memoria la incomprensión que tenía en mi cabeza en el momento que mi madre me explicaba la irrealidad del sueño, porque yo necesitaba que ese sueño hubiera sido real. Lo peor es que, por definición, el sueño no es eterno, el sueño es efímero y peor aún si eres capaz de saber que tu mente ha fabricado un buen sueño y por saber que no ha sido una realidad, lo destroza y lo envía a incinerar. Y tú sabes que ha habido algo bueno y no eres capaz de revivirlo a modo de recuerdo. Debemos tratar nuestras buenas situaciones como sueños, como sueños reales. Esos son nuestros momentos. Debemos ganar la tiranía de esta injusticia y creernos que los sueños son reales. Tenemos que creernos que los sueños buenos pueden ser merecidos por nosotros. Intentemos regresar al momento que nos creíamos la realidad de nuestros sueños y aprendamos a creernos nuestras buenas vivencias. Seguro que seremos más felices.

martes, 16 de abril de 2013

Boabdil. Un hombre contra el Destino. Antonio Soler.


















De repente nos encontramos en el mar. Teníamos la sensación de incompresibilidad ante el escenario donde nos encontrábamos, puesto que siempre habíamos creído que éramos capaces de solventar cualquier impedimento que nos pudiéramos encontrar dentro de la Literatura. Cada vez nos sentíamos más preparados y confiados en nuestras fuerzas y más aún después de que MisLectamientos casi muriera y su nuevo Renacer. Esta era la incomprensión. Por qué estábamos otra vez a la deriva, que aunque seguíamos remando durante todo este tiempo, nuestro esfuerzo era gigantesco para avanzar pequeños centímetros. Esta era la incomprensión. Necesitábamos un objetivo concreto, necesitábamos un objetivo certero, fácil y seguro. Teníamos que encontrar ese libro que nos impulsara definitivamente otra vez. Esto lo comprendimos rápidamente y buscamos en la orilla con la convicción que una pequeña esperanza podría haber. Y allí estaba. Tuvimos que inventarnos fuerzas nuevas para regresar a la orilla. Cada página era una dramática brazada para llegar a la meta, la resaca era atroz y el esfuerzo, aunque conjunto, estaba más próximo al fracaso. El sufrimiento y el dolor de cada brazada debía de tener una recompensa y cada doce o trece páginas observábamos al libro que nos estaba esperando. Queríamos tener ese sufrimiento de terminar el libro anterior – que no queremos decir cuál es – para así tener la sensación que hemos logrado un premio mayor. Esto es así, nos creemos que un sufrimiento ulterior puede ser un condicionante para saborear una meta lograda. Así que quisimos sufrir hasta tener agujetas permanentes, cada página estaba ligada a una mueca de dolor exagerado, a un porvenir mejor. Eso nos hacía tener el suficiente aliento para notar que la orilla estaba cada vez un poco más cercana y que nuestra gran carga de sufrimiento podía ser despojada. Sin embargo, este sufrimiento era meritorio, o sea: página sufrida, brazada ganada. Costó pero se logró. Conquistamos la orilla y lo primero que realizamos fue arrancar de nuestros pensamientos la carga amontonada y apelotonada. Llegamos y lo vimos. Lo vimos y lo abrimos. Lo abrimos y…

Teníamos entre manos nuestra recompensa. Pocas son las veces que MisLectamientos  y yo podemos estar tan de acuerdo en un autor. Además que el sufrimiento anterior nos unió. Supimos que podíamos contar el uno con el otro en los momentos que lo necesitáramos. Aun sabiendo que él lo hace por egoísmo puro. Si yo no leo, él muere. De todas formas me hice el despistado y me concentré en salir del agua y en disfrutar con mi recompensa. Allí estábamos, impacientes por empezar… Y empezamos.

Siempre tenemos en el recuerdo el disfrute y la impotencia de no tener el superpoder de parar el tiempo y conseguir alargar la sensación de bienestar que obtenemos con Soler. Con este recuerdo empezamos la lectura. Entonces. Como este escritor es genuino y considerado como marca propia, sabemos que estamos leyéndolo, sin embargo no conseguimos atrapar las sensaciones que quisiéramos. Estamos leyéndolo, pero no lo sentimos, no nos atrapa, no nos congela el tiempo. Pensamos que es una lectura agradable, mas no completa. MisLectamientos no pudo más que recurrir a sus archivos y contrastar que era Antonio Soler quién escribía. Estábamos seguro que la contaminación que podríamos tener alrededor con otras lecturas no existía, puesto que hemos conseguido con algún que otro autor, abstraernos de todo lo aprendido y concentrarnos sólo en ese libro. ¿Qué pasaba? La única respuesta que se nos ocurrió es que esta novela estaba demasiado guionizada y estructurada antes de empezarla. La excusa que nos inventamos es que Soler no pudo exteriorizar en esta novela su sentimiento. Estamos seguros que lo intentó y que dejó bien en marcarlo y dejarlo claro con algunas pistas. Es una genialidad su mezcla de horror y dulzura. Esta pista es la más importante para que nuestra excusa pudiera tener algo de vida. Nos imaginamos al escritor pidiendo el final de la novela, intentando darle un sentido propio, luchando contra el elemento que es la historia misma, concentrarse en humanizar lo inhumanizable, constatando que será difícil y dejando miguitas de pan para saber volver. Lo excusamos. Entendemos que hay que hacer novelas que sirvan para subsistir y que si con ésta su recompensa es tener más tiempo para las posteriores, que así sea. Lo perdonamos. Pero no lo hagas más.

sábado, 30 de marzo de 2013

El Recuerdo Escondido.


Da igual el recipiente donde escondamos ese recuerdo. No importa en absoluto la forma que le queramos dar para encerrar ese recuerdo. Tenemos la sensación que la prisión que le demos a ese recuerdo, la jaula que inventemos, las paredes gruesas y los techos inmensos que seamos capaces de proyectar en nuestra mente, harán que el recuerdo escondido muera por inanición nerviosa. Simplemente, con estas construcciones mentales, hacemos que ese recuerdo sea fuerte, que sea vivo. Conseguimos el comportamiento contrario al que deseamos alcanzar. Intentamos crear unos muros robustos, fuertes, totalmente opacos para encerrar ese recuerdo. Los decoramos con un agrio sabor, nos esmeramos en mostrarlos como trampas prohibitivas para avisarnos que el recuerdo se encuentra ahí por un motivo muy meditado. No se encuentra en esta situación por una cuestión de azar o porque queremos atesorar un recuerdo. En esta ocasión no lo estamos intentando guardar; lo que consideramos oportuno es encerrarlo, esconderlo. El recuerdo atesorado es otro. Este es un recuerdo escondido, que intentamos enmurarlo, cohibirlo; queremos que pierda la fuerza que tenía en el momento de ser creado. Ese recuerdo viene dado por alguna vivencia que nuestra mente ha querido anquilosarnos de una manera perenne en nuestra alma, ha querido que tengamos ese recuerdo pesado en nuestra memoria. Y no tenemos más defensa que construir una fortificación a base de muros y paredes para languidecer poco a poco esa fuerza y esa negatividad que consigue que caigamos en la desesperanza cada vez que recordemos ese momento. Proyectamos una inmensa cantidad de energía para salvaguardarnos de una posible explosión dentro de ese recipiente que hemos creado en forma de prisión para que, en el momento que lo intente, desista de esa intención. Sin embargo, el recuerdo escondido, necesita vivir; necesita esa libertad abrasiva y corrosiva, como si de un virus se tratara que destruye lo que pueda estar a su alrededor y lo único que pretende es absorber o, como muy poco, difuminar todo el material de recuerdos que tenga alrededor, haciendo así que el escondido, sea el detonante para que tu alma cada vez que se tropiece con este recuerdo, se convierta en un recuerdo obligado. Por eso creamos una caja estanca por cada recuerdo escondido, deseamos, porque ya conocemos lo que puede llegar a doler, que no intente llegar a ser un recuerdo obligado.

Podemos tener la capacidad de construir un receptáculo para cada recuerdo escondido que nosotros tengamos a bien hacer. Es necesario que cada caja hormigonada esté separada de la más cercana a una distancia propicia para que sus energías no tengan el propósito de comunicarse y poder realizar una concentración de ondas que vayan devastando el raciocinio normal y habitual con el que estás acostumbrado a convivir. Es una forma muy arriesgada de almacenar recuerdos y vivencias, puesto que sabes que en las cajas sin cerraduras algo existe y siempre tendrás la curiosidad de querer romperlas para comprobar que ya son inocuas hacia ti. Tanto es así, que por otra parte, todos estos recuerdos saben de la importancia que conllevan su encierro, puesto que, de otra manera, serían libres y deberían existir y ser recordados en el momento que el dueño pudiera. Esa es la profesión de los recuerdos, ser revividos dentro de tu mente lo más próximo a la realidad que fueron creados. Así pues, los escondidos son recolectores de energía de cada muro que le aplicas a las pantallas blindadas que realizas para su mantenimiento. Cada vez se creen más poderosos porque lo son; cada vez tienen esa capacidad que los hace ser potencialmente destructivos y, aunque nos demos cuenta de esta situación, lo único que nuestros reflejos tienden a responder es a construir otro muro, que sólo sirve como alimento a ese recuerdo que, al igual que la carcoma con la madera, va corroyendo y nutriéndose de la energía que nosotros depositamos en encerrarlos. En este momento, el recuerdo es doblemente fuerte, por la energía engullida y por la falta de la nuestra, puesto que la hemos aplicado en una prisión incoherente y disfuncional.

Esa es la trampa que nosotros mismo hemos creado, con el convencimiento que podemos hacer que un recuerdo se esconda, que, aunque exista, hagamos lo posible para que sea un recuerdo desechado. Puede que este no sea el camino que debamos escoger, puede que tengamos que acostumbrarnos a domar estos recuerdos y dejar que el veneno que nos inyecta sea en proporciones que seamos capaces de soportar, para así, poco a poco, poder convivir con estos recuerdos, que aún siendo dañinos, estén domesticados. Puede que este sea el camino que debamos escoger. Puede que la libertad de estos recuerdos sean lo menos perjudiciales para nuestra alma. Puede que tengamos que inventarnos unas riendas para poder hacer que estos recuerdos escondidos se alimenten de la energía que nosotros seamos conscientes de ofrecerles y que ellos puedan subsistir con esas ganas de cada vez más. Puede que lo que tenemos que conseguir es convivir en una misma alma y en libertad. O no. 

sábado, 5 de enero de 2013

El abuelo que saltó por la ventana y se largó. Jonas Jonasson.



















Debo de ser un lector raro. Puesto que mi carrera como lector roza los treinta años, si no los ha superado ya,  y la he llenado de rituales y manías mi comportamiento lectoril, tanto a la hora de la lectura como en el momento de escoger un libro, así como el orden con el que tengo que engullir cada uno. MisLectamientos es dictador en esta metodología y no consiente ninguna situación anómala que consiga desviar, de modo alguno, la situación y el escenario que tantísimo trabajo y años le ha costado construir. Es un simple dictador de su método y sus leyes no son pensadas de antemano, ni siquiera obtienen consenso alguno; esto es así y punto. Mientras vamos leyendo un libro, se le va ocurriendo una serie de normas que hay que acatar, tanto en el leído como en el próximo. Pero sus estricciones no paran en el tiempo que estamos inmersos en la lectura, si no que expande sus miras inquisitorias e imperialistas y nos atiborra de leyes entre libro y libro. Esto es, el momento de adquirirlo, la forma de tocarlo, cómo debe de ser guardado hasta su apertura… En fin, rituales que sobrellevo con dignidad porque, en la inmensa mayoría de las ocasiones, me resulta cómodo seguirlas y me hacen mi plan lectoril mucho más agradable y sencillo. Sin embargo a todo dictador le tiene que llegar un pero.

Un punto que llevamos a rajatabla y que no me pesa en absoluto es no recomendar ningún libro, muchísimo menos regalar y, bajo ninguna circunstancia ni persona, prestar uno. No tengo ningún problema en plantearlo a la persona que quiera adquirir de mí cualesquiera de estas indicaciones. Son nuestras normas, que hemos ido diseñando y redactando poco a poco y que no hay duda que cada una de ellas tiene un importante “por qué”. Sabemos que estas leyes son esenciales para nosotros y hasta podemos llegar a comprender que la mayoría de nuestros conocidos no compartan estas estrictas leyes y las consideren en más de una ocasión normas absurdas, pero como es nuestro territorio, podemos crearlas a nuestro antojo y siempre haciendo nuestros lectamientos más viables y sencillos. Sin embargo a cada dictador le tiene que llegar un pero.

Eso sí, mi disposición a recibir un libro regalado es absoluta. He aquí la incongruencia. Pero el dictador de Mislectamientos no considera este ofrecimiento como un acto bien recibido. No. Tiene el convencimiento que es un acto de rebeldía hacia su mandato; ninguno de los libros regalados tienen el más mínimo interés por su parte y toda su energía la malgasta en envenenar el ambiente e intentar boicotear en todo momento la lectura. Pero estoy seguro que, además de esto, siente peligrar su dominio en nuestro microclima perfecto y siente la necesidad de no aceptar esa lectura como válida para su mandato. Siempre será un libro banal, aunque se tratase de alguna edición de El Quijote.

Me hago fuerte. Es el único momento donde levanto la cabeza con gallardía y soberbia. Reposa el libro en mis manos, siento a la persona que me lo regala, aunque no la tenga delante en ese momento. La energía que me transmite hace que mis pupilas doblen su capacidad normal; doblego en ese momento la cabeza hacia la novela y, sin pestañear, me imagino a la persona regaladora buscando un título exacto, un libro exacto; mirando estantería por estantería. Me imagino a esa persona pensando cuál será el libro a regalar. Considero cómo emplea su tiempo en buscarlo, cómo sonríe al encontrarlo. Abro el libro y veo a esa persona, siento a esa persona. Noto que está conmigo. Necesito alargar ese momento, así que sigo tocando el libro. No leo el título, no me hace falta. Sólo quiero sentir ese momento. Un libro regalado. Energía pura. Lo guardo sin saber quién lo escribe. Lo guardo; comparto mi alma con esa persona. Aunque no lo sepa.

Este libro me hizo renacer. Tuve una crisis anterior y casi mato a Mislectamientos. La pérdida de ilusión fue bastante importante. Casi catastrófica. Este regalo me hizo renacer. Decidí boicotear unas de las normas que tenemos y me salté un libro para sentir este. Necesitaba leer esta novela, quería leer esta novela. Cada página que pasaba renacía un poco más, cada una que leía me sentía más unido a él. Estoy seguro que será uno de los libros más recordados por mí. Mi energía lectoril se recargó y me devolvió la ilusión. Necesitaba revivir el momento de recibir el libro por cada página que engullía. Me hacía volver a conectar con la literatura. No ya por el libro, sino por el regalo. Esto fue lo que me hizo renacer. Mislectamientos tuvo que arrinconarse y no rechistar en ningún instante, sólo lo dejé que sacara sus conclusiones cuando disfruté hasta el final del libro. No dejé que tuviera ni un momento de osadía con mi libro. Porque el libro es mío.

Siempre he creído que la buena literatura no está construida para los escandinavos, para muestra un botón. Lo único que puedo sacar de provecho literariamente de este libro son sus ganas de agradar y de hacer una novela dinámica. Nunca me fiaré de un escritor que implanta un título largo a su novela; parece que quiera impresionar por el título y no por su contenido. Aunque el personaje principal cumpla su centenario al principio de la historia, no se hace nada pesada. Mis pasos por esta novela estuvieron muy controlados por MisLectamientos, que, aunque pareciera que no, lo miraba de soslayo de vez en cuando y podía sentir su mirada de asombro y odio. No lo necesité. Este es mi libro. El libro que me hizo renacer.