viernes, 25 de julio de 2014

Una Historia Violenta. Antonio Soler.



















Abrigados con un tres cuartos, un gorro de lana azul; las manos en los bolsillos y los hombros ligeramente subidos y haciendo de guardaespaldas del pescuezo. Como si así pudiéramos defendernos más eficazmente del frío húmedo que nos penetraba hasta todos los huesos de nuestro cuerpo. Así nos acercábamos a la pequeña nave industrial situada en una planicie irregular; con la grava que hacía crujir nuestras suelas y el asfalto gris con las vetas negras de las grietas. Mislectamientos y yo me acercaba con una cadencia de paso que nos hacía tener el tiempo suficiente para poder observar el edificio al que íbamos a entrar en unos instantes. La cabeza nuestra sólo tenía la intención de no perder un detalle de la composición exterior del edificio y, sólo casi cuando estábamos bastante cerca de lo que nosotros creía la entrada principal, pudimos percibir cientos de naves de diferentes tamaños y estructura; con la, en ese momento, agradable sensación que cada vez que nos acercábamos más al edificio de nuestro destino, la distancia que separaba a cada una de las naves a la central, se iba incrementando de una forma visible y aparentemente normal para nuestras consciencias. Hasta que apareció sola, la nave central, sin ningún otro edificio que pudiera molestar visualmente el objetivo que nos ocupaba. Nos miramos un momento; la puerta de entrada, aunque de apariencia bastante pesada y vetusta, no nos hizo ningún impedimento adicional al pequeño empujón que nos bastó para abrirla. Y allí estábamos. Entramos en la nave.

 Aunque con la boca totalmente cerrada, para no parecer más bobos de lo que podíamos expresar, sólo con nuestros ojos se podría comprobar el estado de asombro con el que en ese instante estaba. Los ojos totalmente abiertos y las cejas a dos kilómetros de distancia de éstos, tanto era el estiramiento de mis cejas, que los agujeros redondos de la nariz se convirtieron en óvalos. Allí estaba, sentado con una mesa sencilla pero inmensa enfrente de él. Innumerables papeles a simple vista, que sin embargo, seguro que el escritor los tenía muy controlados. Notábamos su serenidad, pero no comprendíamos cuál era esta situación. Veíamos al escritor; también observábamos la nave por dentro, que estaba totalmente vacía. La mesa no se encontraba en el centro exacto, sino más pegada a una pared. Tenía ventanas para que diera la luz suficiente y notar que el edificio llevaba muchísimo tiempo sin limpiar y sin mantenimiento. Lo que más me sorprendió fue el estado de serenidad del escritor. Sólo miraba hacia su alrededor y con media sonrisa de aceptación, anotaba algo en uno de los innumerables papeles de la mesa. No buscaba el papel, perfectamente sabía su ubicación y su mano se dirigía exactamente donde estaba. Después de observar esta composición durante un par de minutos, él nos miró y nos invitó a sentarnos a su lado. Sin saber si estaban allí antes, nos señaló a las sillas que se encontraban cada una a un lado suya. Cómo no, aceptamos con nuestro movimiento hacia la mesa su invitación. Antes de sentarnos, nos volvimos a mirar, sabiendo que algo podría pasar. Y pasó.


Ya no podíamos mantener la boca cerrada durante más tiempo y se nos abrió mientras dejábamos toda la ropa sobrante que hasta un instante antes de tocar la silla con nuestras posaderas, eran de vital importancia para combatir el frío. En mangas de camisa nos quedamos y disfrutamos de la situación que estábamos viviendo. El escritor nos invitó a que viéramos la composición desde su lugar y fue extraordinario. La nave se volvió totalmente blanca, como cualquier página de un libro; la luminosidad era efectiva y agradabilísima, la temperatura subió hasta una confortabilidad que deseas que no se acabara jamás. Pero lo más impactante fue que en la mesa, también blanca, no había hojas como nosotros creíamos. Había ideas. Sólo ideas. Las ideas que refleja el libro la estábamos teniendo en frente nuestra. Encima de la mesa del escritor. Y justamente delante de nosotros se encontraban palabras. Sí, palabras sueltas, palabras que por sí solas no te indicaban más allá de lo que son, pero que una vez elegidas y colocadas en una de las ideas de la mesa, se transformaban y subía su nivel increíblemente hasta que se hacían más poderosas. Por eso comprendimos el grado de excitación que tenían las palabras por ser elegidas, por tener la oportunidad de llegar a ser una palabra del Libro de Antonio Soler. Todas las palabras que elige el escritor son comprensibles y comprendidas, pero al llegar a su mundo y su mente, se refuerzan y se hacen eternas. Observábamos como palabras que, a primera lectura, no tenía nada que ver con la idea elegida, y en combinación con otras, no tenía más que pensar en la perfecta elección de este grupo. Veíamos cómo en la idea de violencia había unas palabras distintas a esta idea; así nos pasó con amistad, sexo, solidaridad, soledad. Fuimos capaces de comprender que estábamos inmersos en su etapa de elección y por eso todas las palabras querían obtener el grado de ser Palabra de Soler. Leímos el libro y, por más que hayamos leído de él, nos volvió a sorprender. Nos encontramos con un libro que, aunque la crudeza está disimulada, lo sentimos. Nos llegó.

viernes, 10 de enero de 2014

El Libro de las Ilusiones. Paul Auster.























Durante los cinco o siete últimos libros leídos, Mislectamientos ha subsistido con el mínimo aire disponible y la cantidad de energía capaz de pasar de una hoja a otra. La alimentación con la que se encontraba mediante mis lecturas ha sido agónica. La angustia con la que podía sentir su medio vivir hacía que su detestable comportamiento fuera ya casi inexistente. Nunca me ha exigido nada, sin embargo falta no hacía, puesto que he sido yo siempre, en todo momento, que he seguido mal alimentándolo. Lo veía medio tumbado, entrecerrando los ojos; notaba como se levantaba de vez en cuando. Sentía una lástima enorme verlo andar, dando eses, con la fuerza mínima para poder traspasar las letras de una página y enlazar con la otra. Cada vez que yo tenía al alcance terminar una página, siempre gastaba un segundo para poder observarlo y tener la absoluta certeza que podía notar que gastaba una ingente cantidad de energía, que parecía pedir un préstamo para acumular la ilusión de poder encontrar en las palabras que entintaban la próxima página, la salvación verdadera y estable. Cientos y cientos de veces lo he visto decaer y bajar la cabeza a modo de desolación; por la energía gastada y la que pidió prestada. Todo esto hacía que el cansancio doblara la masa normal y tuviera la responsabilidad de cargar con ella por cada página pasada. Mi única responsabilidad autoimpuesta era intentar conseguir, de la única forma que tenía en mi mente, que MisLectamientos no desapareciera. Esto es, seguir leyendo. Aunque la energía que le transmitiera fuera totalmente contaminada, aunque la energía fuera sucia; debía seguir mi misión: mantenerlo vivo. Y eso hacía, se mantenía vivo. Si se podía llamar vivir. Libro tras otro, página tras página, contenía el tormento de sentirlo así. Poco más me atrevía a hacer; porque poco más podía hacer. Yo sólo le podía prestar, sin cargo, la energía necesaria para contener una página más su vida. El peor momento al que me tenía que enfrentar, era cuando, no sé bien si podía ser por desesperación, impotencia, desgana o todo lo contrario; me miraba. No solía durar más de dos segundos, pero esa mirada incongruente para mí, me hacía tener más ganas de poder darle energía. Pero sólo eso, ganas. Tampoco puedo tener la total seguridad si ese era el motivo de su mirada. Yo lo hacía.

Empecé otro libro y la monotonía del paso de página no varió en ningún sentido. Todo parecía que iba a resultar igual. Sólo hubo un cambio minúsculoy fue que MisLectamientos habló después de muchísimos meses. Concéntrate, por favor. Eso fue lo que dijo. Concéntrate por favor. Sin levantar la mirada, casi exasperado. La fuerza exacta para susurrar, concéntrate, por favor. Ese murmullo a gritos me retumbó. Hizo que mi corazón se revolucionara en instantes; pude notar cómo casi aplasto con mis dedos las dos partes del libro. No lo miré, no le contesté. Sólo leí y, por supuesto, me concentré. El galimatías que estaba mirando hasta ese momento, se convirtieron en palabras y párrafos y hasta me acordé del nombre del libro, “El libro de las Ilusiones”.  Paul Auster. Recordé que nada que hubiera leído de él nos dejó indiferentes. En cada párrafo, que no son cortos por cierto, respiraba hondo; veía vida. Me hacía pensar porque es y será el perfecto mago de la ilusión mental. Cada vez que cambia de escenario, me traslado a un teatro. En vez de un libro creo que estoy observando un retablo. El movimiento de los personajes son exactos y, como no, las consecuencias de cada uno de ellos, duraderos. Se quedan estampados a lo largo de toda la historia, mas no pesan ni estorban. Todo lo contrario, el maestro de la ilusión deja que se deslicen por las páginas. Esa desazón que nos crea y que nos permite tener las ganas de seguir, no cesa ni en la última palabra de la última hoja del último párrafo. Nos hicimos fuertes otra vez. Éramos lectores otra vez. Lo miré con cara de satisfacción y comprobé que no debía de agradecerme nada, así que nada le pedí. Si le hubiera expresado el gozo que tenía en ese momento, seguro que hubiera estropeado toda la historia. Seguíamos refugiándonos en el susurro de Auster. Esa manera de escribir es hipnotizadora, aunque la historia tenga esos sobresaltos que, por más que sepamos que lo podemos esperar del Ilusionista, lo amortigua de una forma que no espanta, pero sí te vuelca el cuerpo como si en una montaña rusa estuviéramos montados. No tengo ningún deseo de saber cómo lo hace. Así es el Ilusionismo de Auster. Es capaz de concentrarte en su magia, tiene la capacidad de que nos veamos inmerso en su mundo y tenemos la certeza en ese momento, que es real. Que su mundo es real. Por eso, no quiero saber cómo lo hace. Necesito estar en el mundo de Auster y así ha sido. Hemos estado en el mundo de Auster. Nos hace creer que siempre hay mandarinas buenas.


Siempre que como mandarinas, no soy capaz de tener sólo una en el plato. Son diez o doce las que engullo. Cada vez que me toca una que me encanta, pienso que debería de haberla dejado para el final. Pero no hay manera de saberlo. Cómo puedo saber si es la mejor de ese plato. Las he observado, destripado, contado los gajos, estudiado el color de la piel y no he encontrado la manera de adivinar cuál puede ser la mejor mandarina. Hay veces que, por azar, me ha tocado la mejor de todo el plato la última. Este ha sido el caso. Ha sido el mejor del plato. El último.