viernes, 10 de enero de 2014

El Libro de las Ilusiones. Paul Auster.























Durante los cinco o siete últimos libros leídos, Mislectamientos ha subsistido con el mínimo aire disponible y la cantidad de energía capaz de pasar de una hoja a otra. La alimentación con la que se encontraba mediante mis lecturas ha sido agónica. La angustia con la que podía sentir su medio vivir hacía que su detestable comportamiento fuera ya casi inexistente. Nunca me ha exigido nada, sin embargo falta no hacía, puesto que he sido yo siempre, en todo momento, que he seguido mal alimentándolo. Lo veía medio tumbado, entrecerrando los ojos; notaba como se levantaba de vez en cuando. Sentía una lástima enorme verlo andar, dando eses, con la fuerza mínima para poder traspasar las letras de una página y enlazar con la otra. Cada vez que yo tenía al alcance terminar una página, siempre gastaba un segundo para poder observarlo y tener la absoluta certeza que podía notar que gastaba una ingente cantidad de energía, que parecía pedir un préstamo para acumular la ilusión de poder encontrar en las palabras que entintaban la próxima página, la salvación verdadera y estable. Cientos y cientos de veces lo he visto decaer y bajar la cabeza a modo de desolación; por la energía gastada y la que pidió prestada. Todo esto hacía que el cansancio doblara la masa normal y tuviera la responsabilidad de cargar con ella por cada página pasada. Mi única responsabilidad autoimpuesta era intentar conseguir, de la única forma que tenía en mi mente, que MisLectamientos no desapareciera. Esto es, seguir leyendo. Aunque la energía que le transmitiera fuera totalmente contaminada, aunque la energía fuera sucia; debía seguir mi misión: mantenerlo vivo. Y eso hacía, se mantenía vivo. Si se podía llamar vivir. Libro tras otro, página tras página, contenía el tormento de sentirlo así. Poco más me atrevía a hacer; porque poco más podía hacer. Yo sólo le podía prestar, sin cargo, la energía necesaria para contener una página más su vida. El peor momento al que me tenía que enfrentar, era cuando, no sé bien si podía ser por desesperación, impotencia, desgana o todo lo contrario; me miraba. No solía durar más de dos segundos, pero esa mirada incongruente para mí, me hacía tener más ganas de poder darle energía. Pero sólo eso, ganas. Tampoco puedo tener la total seguridad si ese era el motivo de su mirada. Yo lo hacía.

Empecé otro libro y la monotonía del paso de página no varió en ningún sentido. Todo parecía que iba a resultar igual. Sólo hubo un cambio minúsculoy fue que MisLectamientos habló después de muchísimos meses. Concéntrate, por favor. Eso fue lo que dijo. Concéntrate por favor. Sin levantar la mirada, casi exasperado. La fuerza exacta para susurrar, concéntrate, por favor. Ese murmullo a gritos me retumbó. Hizo que mi corazón se revolucionara en instantes; pude notar cómo casi aplasto con mis dedos las dos partes del libro. No lo miré, no le contesté. Sólo leí y, por supuesto, me concentré. El galimatías que estaba mirando hasta ese momento, se convirtieron en palabras y párrafos y hasta me acordé del nombre del libro, “El libro de las Ilusiones”.  Paul Auster. Recordé que nada que hubiera leído de él nos dejó indiferentes. En cada párrafo, que no son cortos por cierto, respiraba hondo; veía vida. Me hacía pensar porque es y será el perfecto mago de la ilusión mental. Cada vez que cambia de escenario, me traslado a un teatro. En vez de un libro creo que estoy observando un retablo. El movimiento de los personajes son exactos y, como no, las consecuencias de cada uno de ellos, duraderos. Se quedan estampados a lo largo de toda la historia, mas no pesan ni estorban. Todo lo contrario, el maestro de la ilusión deja que se deslicen por las páginas. Esa desazón que nos crea y que nos permite tener las ganas de seguir, no cesa ni en la última palabra de la última hoja del último párrafo. Nos hicimos fuertes otra vez. Éramos lectores otra vez. Lo miré con cara de satisfacción y comprobé que no debía de agradecerme nada, así que nada le pedí. Si le hubiera expresado el gozo que tenía en ese momento, seguro que hubiera estropeado toda la historia. Seguíamos refugiándonos en el susurro de Auster. Esa manera de escribir es hipnotizadora, aunque la historia tenga esos sobresaltos que, por más que sepamos que lo podemos esperar del Ilusionista, lo amortigua de una forma que no espanta, pero sí te vuelca el cuerpo como si en una montaña rusa estuviéramos montados. No tengo ningún deseo de saber cómo lo hace. Así es el Ilusionismo de Auster. Es capaz de concentrarte en su magia, tiene la capacidad de que nos veamos inmerso en su mundo y tenemos la certeza en ese momento, que es real. Que su mundo es real. Por eso, no quiero saber cómo lo hace. Necesito estar en el mundo de Auster y así ha sido. Hemos estado en el mundo de Auster. Nos hace creer que siempre hay mandarinas buenas.


Siempre que como mandarinas, no soy capaz de tener sólo una en el plato. Son diez o doce las que engullo. Cada vez que me toca una que me encanta, pienso que debería de haberla dejado para el final. Pero no hay manera de saberlo. Cómo puedo saber si es la mejor de ese plato. Las he observado, destripado, contado los gajos, estudiado el color de la piel y no he encontrado la manera de adivinar cuál puede ser la mejor mandarina. Hay veces que, por azar, me ha tocado la mejor de todo el plato la última. Este ha sido el caso. Ha sido el mejor del plato. El último.