Abrigados con un tres cuartos, un gorro de lana azul; las
manos en los bolsillos y los hombros ligeramente subidos y haciendo de
guardaespaldas del pescuezo. Como si así pudiéramos defendernos más eficazmente
del frío húmedo que nos penetraba hasta todos los huesos de nuestro cuerpo. Así
nos acercábamos a la pequeña nave industrial situada en una planicie irregular;
con la grava que hacía crujir nuestras suelas y el asfalto gris con las vetas
negras de las grietas. Mislectamientos y yo me acercaba con una cadencia de
paso que nos hacía tener el tiempo suficiente para poder observar el edificio
al que íbamos a entrar en unos instantes. La cabeza nuestra sólo tenía la
intención de no perder un detalle de la composición exterior del edificio y,
sólo casi cuando estábamos bastante cerca de lo que nosotros creía la entrada
principal, pudimos percibir cientos de naves de diferentes tamaños y estructura;
con la, en ese momento, agradable sensación que cada vez que nos acercábamos
más al edificio de nuestro destino, la distancia que separaba a cada una de las
naves a la central, se iba incrementando de una forma visible y aparentemente
normal para nuestras consciencias. Hasta que apareció sola, la nave central,
sin ningún otro edificio que pudiera molestar visualmente el objetivo que nos
ocupaba. Nos miramos un momento; la puerta de entrada, aunque de apariencia
bastante pesada y vetusta, no nos hizo ningún impedimento adicional al pequeño
empujón que nos bastó para abrirla. Y allí estábamos. Entramos en la nave.
Aunque con la boca
totalmente cerrada, para no parecer más bobos de lo que podíamos expresar, sólo
con nuestros ojos se podría comprobar el estado de asombro con el que en ese
instante estaba. Los ojos totalmente abiertos y las cejas a dos kilómetros de
distancia de éstos, tanto era el estiramiento de mis cejas, que los agujeros
redondos de la nariz se convirtieron en óvalos. Allí estaba, sentado con una
mesa sencilla pero inmensa enfrente de él. Innumerables papeles a simple vista,
que sin embargo, seguro que el escritor los tenía muy controlados. Notábamos su
serenidad, pero no comprendíamos cuál era esta situación. Veíamos al escritor;
también observábamos la nave por dentro, que estaba totalmente vacía. La mesa
no se encontraba en el centro exacto, sino más pegada a una pared. Tenía
ventanas para que diera la luz suficiente y notar que el edificio llevaba
muchísimo tiempo sin limpiar y sin mantenimiento. Lo que más me sorprendió fue
el estado de serenidad del escritor. Sólo miraba hacia su alrededor y con media
sonrisa de aceptación, anotaba algo en uno de los innumerables papeles de la
mesa. No buscaba el papel, perfectamente sabía su ubicación y su mano se
dirigía exactamente donde estaba. Después de observar esta composición durante
un par de minutos, él nos miró y nos invitó a sentarnos a su lado. Sin saber si
estaban allí antes, nos señaló a las sillas que se encontraban cada una a un
lado suya. Cómo no, aceptamos con nuestro movimiento hacia la mesa su
invitación. Antes de sentarnos, nos volvimos a mirar, sabiendo que algo podría
pasar. Y pasó.
Ya no podíamos mantener la boca cerrada durante más tiempo y
se nos abrió mientras dejábamos toda la ropa sobrante que hasta un instante
antes de tocar la silla con nuestras posaderas, eran de vital importancia para
combatir el frío. En mangas de camisa nos quedamos y disfrutamos de la
situación que estábamos viviendo. El escritor nos invitó a que viéramos la
composición desde su lugar y fue extraordinario. La nave se volvió totalmente
blanca, como cualquier página de un libro; la luminosidad era efectiva y
agradabilísima, la temperatura subió hasta una confortabilidad que deseas que
no se acabara jamás. Pero lo más impactante fue que en la mesa, también blanca,
no había hojas como nosotros creíamos. Había ideas. Sólo ideas. Las ideas que
refleja el libro la estábamos teniendo en frente nuestra. Encima de la mesa del
escritor. Y justamente delante de nosotros se encontraban palabras. Sí,
palabras sueltas, palabras que por sí solas no te indicaban más allá de lo que
son, pero que una vez elegidas y colocadas en una de las ideas de la mesa, se
transformaban y subía su nivel increíblemente hasta que se hacían más
poderosas. Por eso comprendimos el grado de excitación que tenían las palabras
por ser elegidas, por tener la oportunidad de llegar a ser una palabra del
Libro de Antonio Soler. Todas las palabras que elige el escritor son
comprensibles y comprendidas, pero al llegar a su mundo y su mente, se
refuerzan y se hacen eternas. Observábamos como palabras que, a primera
lectura, no tenía nada que ver con la idea elegida, y en combinación con otras,
no tenía más que pensar en la perfecta elección de este grupo. Veíamos cómo en
la idea de violencia había unas palabras distintas a esta idea; así nos pasó
con amistad, sexo, solidaridad, soledad. Fuimos capaces de comprender que
estábamos inmersos en su etapa de elección y por eso todas las palabras querían
obtener el grado de ser Palabra de Soler. Leímos el libro y, por más que
hayamos leído de él, nos volvió a sorprender. Nos encontramos con un libro que,
aunque la crudeza está disimulada, lo sentimos. Nos llegó.
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