Durante los cinco o siete últimos libros leídos,
Mislectamientos ha subsistido con el mínimo aire disponible y la cantidad de
energía capaz de pasar de una hoja a otra. La alimentación con la que se encontraba
mediante mis lecturas ha sido agónica. La angustia con la que podía sentir su
medio vivir hacía que su detestable comportamiento fuera ya casi inexistente.
Nunca me ha exigido nada, sin embargo falta no hacía, puesto que he sido yo
siempre, en todo momento, que he seguido mal alimentándolo. Lo veía medio
tumbado, entrecerrando los ojos; notaba como se levantaba de vez en cuando.
Sentía una lástima enorme verlo andar, dando eses, con la fuerza mínima para
poder traspasar las letras de una página y enlazar con la otra. Cada vez que yo
tenía al alcance terminar una página, siempre gastaba un segundo para poder
observarlo y tener la absoluta certeza que podía notar que gastaba una ingente
cantidad de energía, que parecía pedir un préstamo para acumular la ilusión de poder
encontrar en las palabras que entintaban la próxima página, la salvación
verdadera y estable. Cientos y cientos de veces lo he visto decaer y bajar la
cabeza a modo de desolación; por la energía gastada y la que pidió prestada. Todo
esto hacía que el cansancio doblara la masa normal y tuviera la responsabilidad
de cargar con ella por cada página pasada. Mi única responsabilidad
autoimpuesta era intentar conseguir, de la única forma que tenía en mi mente,
que MisLectamientos no desapareciera. Esto es, seguir leyendo. Aunque la
energía que le transmitiera fuera totalmente contaminada, aunque la energía
fuera sucia; debía seguir mi misión: mantenerlo vivo. Y eso hacía, se mantenía
vivo. Si se podía llamar vivir. Libro tras otro, página tras página, contenía
el tormento de sentirlo así. Poco más me atrevía a hacer; porque poco más podía
hacer. Yo sólo le podía prestar, sin cargo, la energía necesaria para contener
una página más su vida. El peor momento al que me tenía que enfrentar, era
cuando, no sé bien si podía ser por desesperación, impotencia, desgana o todo
lo contrario; me miraba. No solía durar más de dos segundos, pero esa mirada
incongruente para mí, me hacía tener más ganas de poder darle energía. Pero
sólo eso, ganas. Tampoco puedo tener la total seguridad si ese era el motivo de
su mirada. Yo lo hacía.
Empecé otro libro y la monotonía del paso de página no varió
en ningún sentido. Todo parecía que iba a resultar igual. Sólo hubo un cambio
minúsculoy fue que MisLectamientos habló después de muchísimos meses.
Concéntrate, por favor. Eso fue lo que dijo. Concéntrate por favor. Sin
levantar la mirada, casi exasperado. La fuerza exacta para susurrar,
concéntrate, por favor. Ese murmullo a gritos me retumbó. Hizo que mi corazón
se revolucionara en instantes; pude notar cómo casi aplasto con mis dedos las
dos partes del libro. No lo miré, no le contesté. Sólo leí y, por supuesto, me
concentré. El galimatías que estaba mirando hasta ese momento, se convirtieron
en palabras y párrafos y hasta me acordé del nombre del libro, “El libro de las
Ilusiones”. Paul Auster. Recordé que
nada que hubiera leído de él nos dejó indiferentes. En cada párrafo, que no son
cortos por cierto, respiraba hondo; veía vida. Me hacía pensar porque es y será
el perfecto mago de la ilusión mental. Cada vez que cambia de escenario, me
traslado a un teatro. En vez de un libro creo que estoy observando un retablo.
El movimiento de los personajes son exactos y, como no, las consecuencias de
cada uno de ellos, duraderos. Se quedan estampados a lo largo de toda la
historia, mas no pesan ni estorban. Todo lo contrario, el maestro de la ilusión
deja que se deslicen por las páginas. Esa desazón que nos crea y que nos
permite tener las ganas de seguir, no cesa ni en la última palabra de la última
hoja del último párrafo. Nos hicimos fuertes otra vez. Éramos lectores otra
vez. Lo miré con cara de satisfacción y comprobé que no debía de agradecerme
nada, así que nada le pedí. Si le hubiera expresado el gozo que tenía en ese
momento, seguro que hubiera estropeado toda la historia. Seguíamos
refugiándonos en el susurro de Auster. Esa manera de escribir es hipnotizadora,
aunque la historia tenga esos sobresaltos que, por más que sepamos que lo
podemos esperar del Ilusionista, lo amortigua de una forma que no espanta, pero
sí te vuelca el cuerpo como si en una montaña rusa estuviéramos montados. No
tengo ningún deseo de saber cómo lo hace. Así es el Ilusionismo de Auster. Es
capaz de concentrarte en su magia, tiene la capacidad de que nos veamos inmerso
en su mundo y tenemos la certeza en ese momento, que es real. Que su mundo es
real. Por eso, no quiero saber cómo lo hace. Necesito estar en el mundo de
Auster y así ha sido. Hemos estado en el mundo de Auster. Nos hace creer que
siempre hay mandarinas buenas.
Siempre que como mandarinas, no soy capaz de tener sólo una
en el plato. Son diez o doce las que engullo. Cada vez que me toca una que me
encanta, pienso que debería de haberla dejado para el final. Pero no hay manera
de saberlo. Cómo puedo saber si es la mejor de ese plato. Las he observado,
destripado, contado los gajos, estudiado el color de la piel y no he encontrado
la manera de adivinar cuál puede ser la mejor mandarina. Hay veces que, por
azar, me ha tocado la mejor de todo el plato la última. Este ha sido el caso.
Ha sido el mejor del plato. El último.