A la edad de tres años, estando
tumbado en la cama, vi cómo por la ventana abierta, porque era verano, entró un
trueno que no llegó a alcanzarme. En ese momento no sentí miedo porque no tenía
conciencia del peligro que podía acarrear. Inmediatamente después de la salida
del trueno entraron por la misma ventana, y como escalando por el patio
interior que existe entre bloques, un par de enanos con sombreros de copa, un
gigante con una amplia sonrisa y pantalones cortos y algunos personajes más que
los reconozco ahora como elfos o duendes. Todos ellos estuvieron como cuestión
de tres o cuatro minutos hablando conmigo en la habitación; no sentía ni pánico
ni miedo, solo una sensación de sorpresa que no pudo quitárseme hasta que, con
un repentino adiós, se marcharon por donde vinieron. Estuve un gran rato en
posición semitumbada y mirando a la ventana, que en ese momento hacía las veces
de una nueva puerta recién descubierta. No esperaba en ese momento que entraran
otra vez, si no que pensaba quién entraría por esa ventana otro día o que si
siempre lo habían hecho y que era la primera vez que yo me di cuenta. Pensé que
tendría que tener mucho cuidado con lo que hacía en esa habitación, puesto que
me podían estar observando y decírselo a mi madre. Sin embargo, mi intención no
era de dejarla de lado en esta experiencia, así que la busqué y le conté todo
lo que había pasado en esa habitación instantes antes. Mi madre me dejó que
terminara de contar mi historia y cuando finalicé, me dijo con rotundidad y
como sabiendo sin lugar a dudas de lo que hablaba, lo que has tenido es un
sueño.
Me quedé mirando a mi madre con
los ojos llenos de sorpresa y de incomprensión. En verdad no entendía lo que me
quiso decir. Qué era un qué. Y me lo volvió a repetir, has tenido un sueño. No
es real. Pero eso qué es, si estaban allí y he hablado con ellos. Al fin mi
madre se percató que no entendía el concepto de “sueño” porque nunca tuvo la
necesidad de explicármelo. Pues llegó el momento. Tuvo la suficiente paciencia
para revelarle a un crío hipersensible el secreto de lo que significaba soñar. Me
imagino mi cara de sorpresa, incomprensión y rabia que debía de proyectar; esa
casi lágrima saltada de un ojo, porque mi madre cada vez quería suavizar y
ablandar su exposición. Del todo una aventura fracasada. No pudo hacerme
comprender que el sueño siempre será un sueño y que jamás será una realidad. Lo
acepté, pero no comprendía esa gran injusticia que era haber vivido algo y no
poder decir que lo has vivido, si no que lo has soñado. Así que, como siempre
que no comprendía algo, lloré. Pero lloré. No un poco, no.
¿Quién te dice que los sueños no
pueden ser reales? ¿Por qué los sueños no pueden tener la categoría de realidad
mental? Puedo asegurar que ese sueño lo sentí como una verdadera realidad, no
era consciente que mi mente movía los hilos de los demás personajes de ese
teatrillo que mi alma proyectó. En el momento que mi madre me dijo que lo
vivido por mí no podía ser creíble, tuve la sensación de haber perdido un gran
trozo de una realidad que me debería de ser devuelta en algún momento. La
injusticia vital que es no poder recolectar los sueños para hacerlos reales;
para almacenarlos en la memoria como sinceramente tuyos. El sueño debería tener
un aposento en nuestra alma, deberíamos tenerlos como verdadero, como cierto.
Pero claro, nuestra mente es sabia y la gran mayoría de los sueños son
desechados y triturados. Tengo la buena sensación que me acuerdo de ese sueño
tan bien porque sentía que era una realidad. Pude engañar, sin la más mínima
proposición de hacerlo, a mi mente y convencerla que era mi realidad. ¿Por qué
no aceptamos los sueños como reales? Tenemos esa manida frase de “un sueño
hecho realidad”; y tenemos a mano descatalogarla como tal y convencernos que
los sueños pueden ser parte de nuestra realidad, recordarlos como vivencias.
¿Quién lo puede impedir? Los sueños son siempre unas vivencias agradables, son
situaciones que te gustaría que hubieran sido realidad. Y no lo son porque
alguien en un momento dado, te explicó que era un pensamiento imaginario de tu
mente. El sueño debe de ser real. El sueño debe de ser tuyo, pero egoístamente
tuyo. Ese es el motivo por el que encontramos una alegría sobre excitada cuando
encontramos una situación que, por excelente, estamos seguros que puede ser un
sueño. Esas buenas situaciones debemos atesorarlas, guardarlas. El sueño debe
de ser real. Todavía tengo en mi memoria la incomprensión que tenía en mi
cabeza en el momento que mi madre me explicaba la irrealidad del sueño, porque
yo necesitaba que ese sueño hubiera sido real. Lo peor es que, por definición,
el sueño no es eterno, el sueño es efímero y peor aún si eres capaz de saber
que tu mente ha fabricado un buen sueño y por saber que no ha sido una
realidad, lo destroza y lo envía a incinerar. Y tú sabes que ha habido algo
bueno y no eres capaz de revivirlo a modo de recuerdo. Debemos tratar nuestras
buenas situaciones como sueños, como sueños reales. Esos son nuestros momentos.
Debemos ganar la tiranía de esta injusticia y creernos que los sueños son
reales. Tenemos que creernos que los sueños buenos pueden ser merecidos por
nosotros. Intentemos regresar al momento que nos creíamos la realidad de
nuestros sueños y aprendamos a creernos nuestras buenas vivencias. Seguro que
seremos más felices.