Al parecer me pasé los primeros
años de mi infancia llorando por cualquier nimiedad, tanto es así que ví un
televisor en color en Félix Sáenz y estuve dos días con sus noches llorando por
no tenerlo en la casa donde habitaba en ese momento. Contaba con dos años y
medio. Así transcurrió mi infancia, haciendo que mis padres soportaran, por
cualquiera de los motivos que se puede imaginar, mis lloros y rabietas. No
lloraba por lástima ni pena, más era por incomprensión y cabezonería. Era mi
forma de exponer mi punto de vista a la disconformidad que me mostraban. Cada
vez tenía menos motivos por los que llorar o intentaba retraerme en esa forma
de expresión incontrolada y, la mayoría de las veces inútil. Llegó el momento
de la primera pérdida de un familiar que pude tratarla como preadolescente y
podía tener consciencia de lo que significaba la ausencia total y eterna de la
compañía de esa persona. Vacié todas mis lágrimas ese día; todos los llantos
que me controlé años atrás, los pude expulsar con total impunidad y sin que
pareciera algo molesto. Me estuvo permitido llorar todo lo que necesité. Desde
ese momento me prometí llorar sólo por las cosas verdaderamente importantes.
Odio al tiempo. El tiempo es un
rodillo que no te deja disfrutar el momento. Sólo crees que lo disfrutas y,
cuando ya te has dado cuenta que ha pasado, te queda el recuerdo. El recuerdo
inútil que me hace tener una angustia bestial porque sé que cada vez que lo
recuerde, sabré que ya ha pasado. El tiempo lo ha guardado, lo ha almacenado.
Se lo ha quedado para él. El tiempo es odioso y egoísta en grado sumo. No puedo
decir que conozca ningún aspecto de mi vida más egoísta que el tiempo. Me ha
hecho saltar una sola lágrima, porque es durísimo saber que una etapa y los
momentos que conlleva, los ha secuestrado. Esa lágrima sale de mi ojo
rompiendo, doliendo, de color rojo furia. Ha caído por mi mejilla sin
velocidad, frenada por la angustia y el recuerdo. El peso de esa lágrima me ha
hecho un surco doliente que jamás podré curar, desgarra mi piel y la abrasa. Y,
como quería que el tiempo me viera sufrir, la he dejado que me llegara al
pescuezo. Allí se ha hecho fuerte y ha llamado a la bola con espinas que se me
hace en la garganta y que me sea de un dolor insoportable tragar mi propia
saliva o, en algún momento, respirar. La lágrima aprieta rodeando el cuello y
me quiere ahogar. Esto me hace tener una angustia porque no puedo tocar ni oler
ni revivir los momentos que el tiempo hace suyos, sin contrato ni aviso. Es así
y punto. La añoranza me hace que salgan otras lágrimas ardientes y quiera
borrar de mi memoria estos recuerdos y vivencias que he disfrutado. Me hace
pensar que el tiempo es un maldito y que debería de amordazarlo y obligarlo
a que me dejara sentirme bien. Me
gustaría saber el sufrimiento que causa y que no existe reparación alguna para
su destrozo. Que cada vez que quiera recordar algo, me dejara disfrutarlo y
sentirlo, sin saber que no volvería a vivirlo. Quisiera ser un ignorante y caer
en su trampa sin más. No quisiera pensar gritando cada vez que recuerde alguna
vivencia que me ha hecho feliz. No quisiera que la bola con espinas me
desgarrara la garganta hasta que pudiera deshacerme de ella con la lucha de
otros pensamientos. Le preguntaría al tiempo, por qué tengo que pensar en otras
cuestiones y no quedarme con los recuerdos que quiero. Por qué tengo que tener
mi mente aletargada para no caer en la trampa de la angustia. Ese es el juego
de este, mí tiempo. Me retiene todos mis recuerdos y añoranzas y las convierte
en energía angustiosa. Y sabe que siempre gana, que no hay manera de solucionar
esto. Puesto que no es ningún problema. Es así. Así es. La única forma de
reconfortarme cada vez que tengo estos trances es odiar a “El Tiempo” con toda
la negatividad y pasión que puedo tener. Sé que le da igual, ya que no es capaz
de sentir ni de padecer; sólo quiere recolectar mis recuerdos y utilizarlos
para que consiga estar en un estado de ansiedad y angustia. De eso se alimenta
y lo que hago es reconocer su fuerza. Me hace creer que me deja los apéndices
de los recuerdos como cosa viva y lo único que me hace, es intentar desollar
esos recuerdos y marcarlos lo más asépticamente posible con el cartel de
“vivido”. Esa es mi vida y quisiera recordarla como más me plazca. Quisiera
revivirla como la viví. Es mi material y no tuyo. Odio a “El Tiempo” por hacer
que salga la lágrima. Si pudiera cogerte, te haría sufrir lo mismo que tú a mí.
No tendría contemplaciones ni descanso, sólo quisiera poder hacerte sentir la
venganza que me haces atesorar. Y la guardaré, para el momento que tenga
ocasión. Guarda tú mis recuerdos que yo guardo mi venganza. Estoy seguro que
mis padres también lo odian por no poder revivir los tiempos de mis lloros.