miércoles, 18 de enero de 2012

La mano invisible. Isaac Rosa.




















Pedantería y orgullo. Estas son las virtudes que tiene Mis Lectamientos, según él mismo. Así que no quiero ni pensar cuáles pueden ser sus defectos. Tampoco los quiero conocer. Con sus virtudes estoy seguro que no necesito saber más de él. Lo que peor llevo es que tiene razón cuando empieza con su eterno monólogo de su pertinaz sexto sentido cada vez que nos acercamos a una librería. Lo llevo mal, puesto que si tuviera, aunque fuera lo que es un detalle de humildad, debería de ser un buen ganador; dar la mano al contrincante y punto. No, le gusta regodearse, como los gorrinos en la porqueriza, en su victoria cada vez – que es siempre – que acierta eligiendo un título. Tuve que bajar los brazos y reconocerle que volvió a acertar. Acertó en que adquiriera este título muchas veces observado antes en distintas estanterías de diferentes librerías, hasta que lo enganché y lo compré.

Al leer varias páginas, no más de cuatro, me di cuenta que tenía que trazar un plan. Dejo el libro en la mesa y me detengo a pensar cómo realizar esta lectura; cómo me macero con la historia. Debo de hacerlo, puesto que la escritura es aburrida, plana, sin altibajos. Pero todo esto es a conciencia, me digo. Esto es el recurso del autor para trazar la novela. Debe de ser así porque le da mayor empuje a su historia. Hace que ésta y la escritura sea una sola. No es fácil hacer que tanto la novela como su literatura se fundan en un mismo cuerpo y no puedas imaginar una cosa sin la otra. La historia avanza según la escritura, más rápido o más lento; con energía o desgana. Los personajes son unos trabajadores, que sólo saben hacer eso: trabajar. Pues así lo demuestra el escritor, con su literatura seca, pero impactante, y monocorde. Si leyera la novela sin más, sería otra cualquiera. Esta quiero que sea un poco más especial. Quiero acordarme de ella. Podría ser uno de ellos. O lo soy. Quiero que seamos tres, la historia, la escritura y yo.

Empiezo queriendo tener un horario fijo y limitado. Será una hora y quince minutos por día; cinco minutos de descanso, a los cuarenta minutos de lectura. Debo de marcarme una producción diaria mínima. Veinte páginas. Pero, ¿Quién será mi jefe o supervisor? Debo tener uno, si quiero entender mejor y que me resulte más verídico toda este teatrillo que estoy montando. Pienso a mi alrededor y sólo conozco a Mis Lectamientos. Ni hablar, ni de coña, ni en mil años. O sea, que tengo la oportunidad de elegir a mi jefe y, por el mero hecho de que participe, voy a tener que aguantar su arrogancia, prepotencia y orgullo. No. Un no sin sentirlo, sin lástima. Ya me siento molesto cada vez que me recuerda lo valiosísimo que es para mis libros. Sigo pensando y sólo encuentro una solución. Mi supremo será el escritor. Perfecto. No sé quién es; no conozco su cara. No sé nada de sus aptitudes ni su actitud. Ni idea de cómo puede reaccionar ante una controversia. En fin, el jefe que la mayoría suele tener. Ese día lo termino sin empezar el trabajo. Nos sentamos el libro y yo frente a frente y firmamos el contrato hasta finalización de obra. Me siento ilusionado por mi nueva labor.

Palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación… este es mi trabajo diario, estoy inmerso en una labor mecanizada, sin embargo me siento a gusto porque, aunque no puedo perder el hilo de la historia, tengo un poco de tiempo para pensar que me encantaría vivir de la lectura. Sería un buen oficio.  Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra signo de puntuación… llega mis cinco minutos de descanso y sólo tengo tiempo de ir al servicio y poco más. Al llegar a las veinte páginas me doy cuenta que me sobra tiempo, así que en vez de avanzar, repaso el texto y, pienso que la lectura va a ser fácil y entretenida. Me gusta esta situación, aunque siempre me he sentido fuera de lugar el primer día de cualquier trabajo y con la sensación de estar haciendo las cosas mal u observado o sintiendo que el trabajo es un absurdo.

Mi adaptación al trabajo, pasado un par de días, fue perfecta, ni siquiera tuve noticias de mi jefe. Todos los días eran iguales. Me sentaba, leía y me levantaba. Tenía hasta tiempo de recapacitar en otras cuestiones que no eran el libro. Ya es raro, puesto que en un trabajo mecanizado, uno de los grandes problemas es ese: la mecanización. La insoportable sensación de no poder aprovechar ese tiempo en pensar en otra cosa que no sea la mecanización, además de saber que de ahí puede que no salgas nunca. Aunque haya posibilidades, me aterra pensar en un trabajo mecanizado de por vida. Agota tu mente en el trabajo y seguro que debes esforzarte mucho fuera de tu tiempo laboral para no caer en la misma mecanización (sé que repito mucho esta palabra. Es importante para mí) y si caes… ¿qué eres? No es que no se pueda pensar en otras cosas, pero puede que tu trabajo no sea tan efectivo. Sin embargo, aunque mi trabajo es mecánico, está dentro del panorama de las ideas, debes pensar en otras cosas. Por eso lamento la situación de los protagonistas. La comprendo y por eso lo lamento.

De repente mi jefe me hace llegar el aviso de que debo de subir la producción. Cinco páginas más diarias.  Mi primera reacción es la de no comprender esta situación. Quiero comunicarme con él, pero es imposible. Los canales de comunicación son imaginarios. Aunque es una carga que puedo asimilar y poco me estorba para mis pensamientos paralelos, me molesta esta nueva orden sin saber el por qué. Bastante problema tengo con la mecanización, para que también me solapen más carga de trabajo sin tan siquiera conocer una razón que me haga comprender el por qué. Por qué mi jefe me ha dado más trabajo. ¿Lo estoy haciendo mal? ¿Verdaderamente hace falta esta subida de producción? Como no conozco la respuesta, sólo tengo dos soluciones: o sigo mi trabajo con las nuevas condiciones o dimito. Sigo. Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra…

Palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, palabra, signo de puntuación, palabra, palabra, palabra… Otro nuevo aviso, veinte páginas más diarias. De veinticinco a cuarenta y cinco páginas. Sin ningún motivo aparente, mi jefe me aumenta cuantitativamente la producción. Llego, sin quererlo, sin creer que tengo parte de culpa, a un grado de indignación temerario. Me planto y no quiero nada más que hablar con el escritor. Sin enlaces, sin intermediarios. Éstos pueden desdibujar la fotografía real del problema y no acertar en la diana que representa lo realmente importante: el por qué.  En este caso, nadie mejor que yo, que soy el productor, puede hablar de esta barbaridad. Con esta subida, lo único que puedo pensar mientras trabajo es en trabajar. Más mal que bien, puesto que mi trabajo no será de calidad, sino de cantidad. No podré analizar algunos párrafos que me puedan parecer interesantes. Si me despisto y sigo leyendo, tampoco podré dar marcha atrás y volver a leerlo. Lectura de mala calidad. No llego a entender esta situación. Yo quiero disfrutar de la novela y estoy seguro que el escritor quiere que se comprenda su historia. Increíble. Ese día, además de pensarlo en el trabajo,  lo pienso fuera de él: ¿por qué? Seguro que debe de haber una respuesta, sin embargo no la conozco. Esto es lo que peor llevo. Tener que pensar en el trabajo fuera de él, además de la total ignorancia de los motivos que han llevado estar en esta situación.

Plbr, plbr, plbr, plbr, plb, plb, puntuación, plb, pl, palabra, plbr, ppllbbrr, pbrl, blr., puntuación… sabía que iba a llegar a esto. Estoy leyendo por leer y no puedo entender ni profundizar en el texto. Cada vez estoy más indignado. Seguimos sin tener una vía de comunicación verdadera. Cada párrafo que leo me indigno más y peor hago mi trabajo. Pero, al parecer, al escritor no le importa esta situación. Lo único que quiere es tener una gran producción y por mi parte, parece que no desea nada más que tener un trabajador mecanizado, sin identidad ni predisposición: un robot. Paro la producción y lo único que pienso es que si el escritor pudiese transformarme en un robot, lo haría sin miramientos. Todo esto que pienso es el resultante de una mala o nula comunicación. Indignación total. Al faltar página y media para terminar, tiro el libro con odio y rabia al suelo. No puedo más, lo consiguió. He dimitido. O me ha despedido…

¿Y Mis Lectamientos? Muerto de risa…